prefiero un mundo más real

«Nada mitigaba la inquietante violencia con que esa voz penetraba en mí. Padecía impotente que esa voz me quitara por completo la consciencia del tiempo, del deber y de mis propósitos, anulando mi capacidad de reflexión».

Walter Benjamín sobre el teléfono, a comienzos del siglo XX.

Hopkinson ataca la gallarda de Dowland al laúd, instrumento melancólico donde los haya, posiblemente la mejor banda sonora para un día de lluvia, gris, desapacible, pero nutriente para una tierra a la que agotamos hora a hora. Hacía tiempo que no escuchaba música sin más, por el solo placer de escucharla, sin auriculares que la pongan como banda sonora de otra actividad, una de esas actividades que martillean sin cesar mi cabeza, actividades ridículas que hemos elevado a la categoría de imprescindibles para poder vivir con supuesta intensidad.

El cuarto día del experimento decidí salir toda una mañana sin móvil, sin auriculares, sin apps que clickar, sin sobreinformación que me «conecten» con el mundo. Con este mundo lleno de ruido. Con ese ruido omnipresente en la vida de millones de personas. Un ruido que imposibilita desarrollar pensamientos propios, que reduce nuestras relaciones a un «me gusta», que ocupa cada segundo de nuestra vida en algo «útil», como navegar por Internet saltando de artículo en artículo, cuando en realidad son todos el mismo con diferente titular, escuchar un podcast de lo supuestamente importante, revisar el correo, conocer cuántos pasos llevo andados en ese momento, estar al tanto de las últimas novedades editoriales que será imposible leer en toda una vida, o tragarme todas las series que se estrenan en las plataformas de turno. Lo que sea. Un maratón de tecnología, supuestas relaciones y ocio digitales. Tú solo contigo mismo. Quizás ni eso. Porque ya no estás solo. Pero, en cambio, cada vez hay más soledad en este mundo.

Photo by Jezael Melgoza on Unsplash

Minimalismo digital, de Cal Newport, editado por Paidós. No fui buscándolo, sin más estaba en la mesa de novedades en la librería. Una portada blanca y un cable de conexión sin conectar. Ilustrativo. Y en el fondo lo que dice ya lo sabemos. ¿Seguro? Eso es, que estamos enganchados. Ya. Tú no. Claro, tú eres especial. Como yo. Ja. En-gan-cha-dos. Yonkis del mundo digital. La media de veces que miramos el móvil a lo largo del día es 40 veces. Alrededor de cuarenta veces con un tic nervioso que es parte de nuestro tiempo. La media de horas que estamos «en el móvil» son tres horas. Al día. Ya, ya. Que tú no. Compruébalo en tu propio móvil y mira cuánto tiempo has pasado utilizando el móvil en esta última semana. A eso añádele el ordenador, podcast, el watch, la plataforma de series. Y de todas esas horas, calcula el tiempo pasado en redes sociales, leyendo lo mismo de todos tus «amigos». Porque resulta que tus contactos en Facebook lo son porque los algoritmos dicen que son «de tu cuerda». Con lo cual todos de acuerdo. Todos ponemos el mismo artículo en nuestros muros y si escribimos algo es de idéntica o muy parecida opinión a lo que pone la mayoría de tus «amigos y amigas». Qué guay. Estamos todos de acuerdo. Ja. Ja ja.

Lo que me dejó aterrado del libro fueron los datos científicos, ahora que toda nuestra vida es buena o mala en virtud de lo que sea demostrable científicamente… ahí va una que está demostrada. El cerebro disminuye su capacidad de atención, de memoria y de comprensión cuanto más horas pasa atendiendo algo digital. Lo que sea. Ahí va otra. El cerebro tiende a la relación social de manera natural. Pero es que las relaciones digitales no son en realidad relaciones. Lo sabemos, ¿verdad? Con lo cual, el cerebro piensa que las relaciones son eso que hacemos en una app: un «me gusta», incluso un comentario y una carita quizás con la lengua fuera. Y no. Eso no son relaciones. Vamos a dejar de engañarnos. Ni lo son, ni tienen las mismas consecuencias mentales, intelectuales, sentimentales o emocionales. Ni nos hacen más felices. Repito. Ni nos hacen más felices. Justo al revés. Cada vez hay más gente infeliz con muchos, muchos, muchos amigos en las redes sociales.

¿Y entonces qué podemos hacer? Hay varias opciones. Básicamente tres:

  • Eliminar todo lo digital de tu vida y vivir como en la Edad Media.
  • Hacer como que no pasa nada y morir con miles de amigos de redes que al cabo de un tiempo, cuando se enteren que has muerto, busquen en tu perfil para recordar quién eras.
  • Decidir qué parte de ese mundo digital hace que mejore tu vida y te hace mejor persona y utilizarlo de manera consciente solo cuando tú quieras y eliminar toda la parte que te hace masa sin capacidad de hacer tus propias elecciones.

El libro es oro en paño. Repito. No porque lo que ponga sea nuevo. Yo creo que quien más y quien menos ya lo hemos pensado más de una vez. El valor del libro en cuestión es que esa realidad la presenta de manera muy ordenada, con datos para reflexionar sobre ello y alternativas para trabajar el tema. Después de leer el libro, si lo haces con sinceridad, serás mucho más consciente de la presencia de lo digital en tu vida, y cómo y de qué manera influye en la misma. Y no digo que termines el libro y los treinta días de experimento sin conectarte a las redes sociales (en mi caso 25) siendo dueño absoluto de tu vida digital, pero sí que serás mucho más consciente de cómo la utilizas y sobre todo cómo te utiliza. Un día te encontrarás sorprendido con la relación de la gente con el móvil y otros aparatos digitales en la calle, algo de lo que nunca habías sido consciente, porque el tamaño del bosque es imposible verlo desde dentro. Quizás incluso seas capaz de tomar unas cuantas decisiones al respecto. Algunas de las que yo he tomado, nada originales, han sido las siguientes:

  • El móvil lo utilizaré con un horario que comienza a las siete de la mañana y concluye a las nueve de la noche, lo tendré siempre en silencio (esto lo hago desde hace casi dos años) y para desayunar, comer, cenar o salir a pasear, no lo utilizaré ni lo llevaré encima.
  • Desinstalar todas las apps de redes sociales de mi móvil y participar en ellas, solo desde el ordenador, y con un horario concreto de días y cantidad de horas.
  • Elegir uno o dos podcasts para escuchar a la semana y hacer esa escucha consciente, a poder ser sin auriculares.
  • He instalado una extensión en el navegador Web que utilizo para que en el rato que estoy conectado (recuerdo, con un límite de tiempo), si encuentro algún artículo que me interese, lo pueda mandar directamente a esa app y poder leerlo en otro momento, sin conexión, sin distracción y sin anuncios de ningún tipo. Para ello, en Twitter, que es el lugar de donde más me nutro de artículos, me he hecho una lista privada de los perfiles que más me interesan. La extensión y app es Instapaper, aunque hay muchas parecidas.
  • En cuanto al WhatsApp, estoy en un periodo de reflexión un poco más complejo, porque sin duda es la app que más incordia. Por de pronto, ya he avisado en mi estado de que puede que no conteste al momento y algunos grupos están en silencio permanente o utilizaré esta opción más a menudo. A mis amigas y amigos intentaré estar y hablar con ellos de manera real siempre que sea posible y si esto no puede ser, intentaré hacerlo mediante una llamada de teléfono.
  • La televisión y plataformas de «entretenimiento» solo las utilizaré, en caso necesario, un máximo de una hora al día. El ordenador también tiene un límite de tiempo.

Y mientras tanto ¿qué haré con todo el tiempo que no perderé en el mundo digital? Pues básicamente lo que he hecho en estas cuatro semanas. Disfrutar del silencio, pasear escuchando la vida o pasear hablando con un amigo (es una de las maravillas que he comenzado a hacer), aprender a hacer cosas nuevas, leer tranquilamente, escribir, meditar, comer de manera consciente, conversar con mi familia y amistades, leer en un club de lectura, aprendiendo de los puntos de vista de los demás, regar las plantas, despertarme con el mirlo, observar la naturaleza y las personas, escuchar la vida, escucharme a mí mismo, escuchar, escuchar y escuchar. ¿Qué? El silencio. En definitiva, dar gracias por esta vida extraordinaria.

Bueno gente, nos vemos en las calles, hablamos, ojalá que nos abracemos pronto. Muxuak (besos).

euskera desde el sentimiento

Lo de hacer de recadero, según cuál sea el mandado, pues como que me hace hasta ilusión. Y esta fue una de esas ocasiones. Mi hermana Beatriz me pidió que le comprase un libro que había escrito una compañera suya de flamenco, porque mi hermana hace flamenco, con zapatos de tacones, falda que menear, y ese desparpajo necesario para dejarnos con la boca abierta, porque, oye, lo del flamenco es para flipar, con sus ritmos matemáticos que parecen tan naturales si tienes gracia. Pero bueno, a lo que vamos, que me pierdo por soleá. El caso es que Bea, como siempre, me mandó la petición muy ordenadica, por Whatsapp, con enlace al libro y todo, como siempre. Y le dije que sí, porque yo si hay libros de por medio, pues como si tengo que ir al fin del mundo. Así que al día siguiente me cogí la cesta para ir a comprar el pan y aprovechando que Walden está al lado de Ogi Egi, pues hice el recado. Y entonces, buscando en el Whatsapp el libro que tenía que comprar, de repente me fijé que era un diccionario. Oye pues nada, mira qué guay, porque a mí me encantan los diccionarios. Y Dani me dice —pues voy a ver si queda alguno, porque tengo varios reservados y la verdad es que ya he vendido unos cuantos. Y claro, el gusanillo de la curiosidad como que me picaba ya bastante. Y cuando salió con ese libro grande, de tapa dura amarilla, con unos dibujos de ramas adornando la portada, pensé lo chulo que parecía. Y lo es. Es precioso.

Pequeño diccionario sentimental. 57 palabras para empezar a amar el euskera, es un libro escrito por las hermanas Leticia y Regina Salcedo y con bellísimas ilustraciones de Liébana Goñi Yárnoz, editado exquisitamente por la editorial Pamiela. En esta obra recogen 38 palabras escogidas por ellas según su memoria familiar, su sonido, su significado y otras 19 escogidas por otras tantas personas, muchas de ellas escritoras, poetas o dibujantes como Bernardo Atxaga, Zaldi Eroa, Reyes Ilintxeta o Iñaki Perurena. Y son palabras preciosas como bihotz, kili-kili, musutruk, ttipi-ttapa, o pinpilinpauxa, palabras bellas, con sonidos mágicos, significados llenos de poesía y los más sorprendentes orígenes que dejan traslucir la mentalidad, cultura y forma de ver el mundo que tenían las personas que dieron esos nombres a esas cosas cotidianas. Porque eso es en realidad lo que nos dice la etimología de las palabras en cualquier idioma. Nos exponen cómo es esa cultura hablante o cómo era en el origen de esas palabras, pero también nos hablan de las cosas cotidianas de la vida, de esas expresiones que tenemos en nuestras familias y de esas palabras que a fuerza de repetirlas en un contexto concreto adquieren un significado unido a las personas que participaban o participan en ese con texto. Y esto es maravilloso. El poder de la palabra. Para lo bueno y para lo malo. es conveniente no olvidarlo nunca.

A veces, hacer de recadero compensa con creces.

Y así, no podía ser de otra manera, me compré yo también el libro, en Chundarata, porque en Walden ya se les había terminado, pero al fin y al cabo en una maravillosa tienda de barrio, con su decoración navideña que este año es una mesa con todo el servicio de té, sacado de Alicia en el País de las Maravillas, que no os podéis perder (Chundarata y Walden están en Paulino Caballero, en el 27 y en el 31 respectivamente… y si el libro es de viajes o paseos, en medio de las dos tenéis Muga, en el 27 también…). Y me lo ventilé en una tarde, y eso que paraba con cada palabra por puro deleite y pensando en mis propias palabras del euskera sentimental. Palabras que forman parte de mi vida, como xirimiri, con esa x tan suave pero que impregna todo, ama, porque sigue siendo sin estar ya, osaba en la voz de mi sobrino Amaiur, muxu que besa ya en la palabra, mandarra, que es la imagen de mi abuela en la cocina, ixiliko nahi, que nos decía nuestro abuelo porque su ama se lo decía de txiki, maitia, que siempre me llaman las Goñi, txapela, porque el aita es de los que mejor la lleva, como la llevaba su padre, bihotza, porque a pesar del frío te llevo tan dentro de mí.

vivir la montaña en su plenitud

De txiki y en la primera juventud, fui un asiduo visitante de la montaña, con mi tío Iosu que nos enseñó el amor por ella, junto al tío Bittor, hermano de mi abuela, que subía con unas botas de la Mañueta, la txapela y la bota de vino como bebida isotónica. Ellos dos nos enseñaron que la montaña, el monte decíamos, se vive en todo momento, desde la preparación de los bocatas para el almuerzo el día anterior, el despertador temprano, el ascenso con sus paradas para beber agua, aunque no mucha porque siempre había que pensar en la vuelta, el almuerzo, antes o después de hacer cima, según la altitud del monte, la cima con su mensaje en el buzón y descubrir en el horizonte otras cimas más o menos cercanas, según la claridad del día, el descenso, poco a poco, sintiendo la tensión en las piernas y la llegada al punto de partida.

Iosu, Dani, Ferminiko eta Bittor

En aquellas subidas, primero a los montes de la comarca y alrededores, aquellos Txurregi, Itzaga, Beriain, el Erga, el Cabezón de Etxauri y otros, y luego el Piri, con Txamantxoia, Lakartxela, Lakora, Bisaurin, Annie y demás, aprendí a seguir las marcas del camino, a volver atrás cuando nos confundíamos. Nos tumbamos en la loma de un monte para que los buitres se acercaran algo más, corrimos con un rebaño de cabras detrás que pensaban que teníamos sal para ellas, acariciamos yeguas embarazadas y nos reíamos cuando pisábamos una mierda fresca de vaca. A pesar de que después dejé de ir tan asiduamente al monte, los recuerdos de aquellos días, la sencillez de aquellos momentos y el olor a vida se han quedado para siempre en mi ser. Soy, también, además de muchas otras cosas, aquello. Por eso hoy es el día en que cada vez que voy al monte me acuerdo de Iosu y Bittor y de su amor por la montaña, un amor que no consistía en llegar el primero, ni siquiera en llegar, porque cuando había que volverse porque no se daban las condiciones, nos volvíamos. Ese amor consistía, consiste, porque algo se nos ha quedado, en visitar la montaña respetándola y sintiendo lo que es y no lo que queremos que sea.

Dani, Iosu, Fermin eta Frantzis

La montaña viva, de Nan Shepherd, es un libro que de manera magistral recoge aquello que, de una forma mucho más escueta y simple, nos enseñaron nuestros tíos cuando éramos unos gaztetxos. La señora Shepherd era una escocesa, profesora de literatura y montañera incansable. En la obra que comento, editada, por cierto, con exquisito gusto, por Errata Naturae en su colección Libros salvajes, la autora relata de una manera bellísima, con una prosa lírica y fina, sus sensaciones y sentimientos con la montaña, en concreto con la cordillera de los Cairngorms, al norte de Escocia. En su escrito repasa los ingredientes de la montaña, desde el comienzo, con una descripción del conjunto y va pasando por los elementos de la misma, el agua, el hielo y la nieve, el aire y la luz. En la siguiente parte se centra en los seres vivos que habitamos o visitamos la montaña, las plantas, las aves, animales e insectos y el propio ser humano, muchas veces tan dañino para el monte. Finalmente termina con el sueño en el monte, los sentidos, amplificados si se vive plenamente la naturaleza y el ser, que es en realidad el todo, la montaña y uno o una misma, en un conjunto inseparable.

The Cairngorms

Lo bonito de esta lectura es disfrutar con las descripciones de mil detalles que ofrece Shepherd, los mil y un matices en el color del monte, las interminables variaciones de la nieves y el hielo según se haya formado, con los centenares tipos de blanco, como las tonalidades cambiantes de todo, según la luz, o no luz, que exista en el momento, la capacidad de supervivencia de unas, aparentemente, delicadas flores y plantas, los animales, parte de su propio orden que constantemente invadimos, el ser humano y la montaña, a veces respetuoso, casi siempre invasor, algunas veces temerario. Una delicia que te llena de principio a fin.

Del tío Iosu me queda el recuerdo de su propio amor por el monte, de su respeto por el mismo y sobre todo de su capacidad de gozar simplemente estando y siendo con la montaña. Mi recuerdo y mi amor por él siguen intactos después de tantos años. Porque por él fuimos y por él, en gran medida, somos un todo con el monte, a pesar de los años transcurridos. Una montaña viva.

sigo estando

El 6 de julio de este año, día de emociones y comienzos, día de recuerdos y esperanzas, fue la última vez que publiqué una entrada en este blog dslegi.com. Ha sido una pausa necesaria y todavía no tengo muy claro si esta entrada es un grito para reanudar el diálogo o voy a seguir un tiempo exclusivamente escuchando, observando y muchas veces contemplando.

Llegué a los Sanfermines absolutamente agotado, física y psíquicamente. Diría que, incluso, anímicamente. No fue, ni lo ha sido nunca, un estado depresivo. Ni mucho menos. Pero necesitaba detenerme y pensar, pararme y descansar. Algunas de vosotras y vosotros sabéis que a finales de julio pasé una semana en el monasterio de Leire, junto a la comunidad benedictina que vive allí. Esos siete días conviviendo con esos 21 hombres dedicados a rezar, fueron un bálsamo para mí. Allí me sorprendí con unos amaneceres y atardeceres limpios y puros como no recordaba. Descubrí el sonido del ciclo de la vida, el silencio justo antes del amanecer, las golondrinas volando y chillando en el comienzo del día, los miles de pájaros que empiezan el día llamándose y buscando comida, las cigarras que, con el sol ya en el firmamento, unen sus cantos para ser parte indiscutible de esa banda sonora, el viento al atardecer entre los árboles y recorriendo la sierra, el ulular de las lechuzas cuando cae la noche. Y todo ello acompasado al sonido propio del monasterio. Las campanas llamando a los oficios, el gregoriano milenario desde las gargantas jóvenes y viejas de esos monjes, solo el sonido de las piedras mientras paseas por los alrededores del monasterio antes de que lleguen los turistas, las hojas del libro cuando las rozas con el dedo mientras lees, unos pasos en el claustro, el órgano en la iglesia, el cazo de sopa cuando te sirven en la comida silenciosa. Salí agradecido y descansado, relajado y sereno.

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Me he dedicado a pensar en la utilización que he dado a las redes sociales, al Facebook desde junio de 2008 y a Twitter desde noviembre de 2009. No estoy orgulloso de muchas de las cosas que he hecho a través de estas redes. De la misma manera que este blog nació como medio para un diálogo permanente, las redes sociales siempre han sido para mí un instrumento para hablar y sobre todo escuchar. Y reconozco que he tenido muy buenas conversaciones en ellas. Pero muchas veces no lo he conseguido. El ímpetu para defender las opiniones propias no puede ser excusa, en ningún caso, para atacar a nadie y ahí quiero entonar un público mea culpa. No soy de insultar, pero reconozco que hay quien se ha podido sentir insultado. No empleo la agresividad, pero no tengo duda que hay quien ha podido sentirse agredido. He utilizado la ironía y la burla muchas más veces de las que me hubiese gustado. Si mi intención era escuchar, en muchas ocasiones, demasiadas, solo ha servido para escucharme a mí mismo. Por lo tanto, si alguien se ha sentido ofendido por algo que haya dicho o escrito, espero no lo tenga en cuenta. Hay quien puede pensar que el problema es original en el propio objetivo de estas redes sociales, y razón no le falta, pero no estoy a gusto habiendo sido contribuyente en ello. Claro que estas redes sociales en concreto (igual algún día alguien inventa unas redes sociales buenas) tienen objetivos absolutamente opuestos a fomentar las relaciones sociales. No me voy a extender mucho en este aspecto, pero estoy convencido que estas redes fomentan un tipo de personas rencorosas, tristes, sin empatía, aisladas y sin capacidad de contraste. Hay que ser muy fuerte para que este tipo de redes sociales no saque lo peor de nosotras y nosotros y sobre todo, aunque sea duro decirlo, no coarte nuestra libertad. Quien quiera extenderse más en el tema hay un buen libro para hacerlo, Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, de Jaron Lanier.

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Luego, en octubre me fui a Japón dos semanas. Fue un viaje en el que descubrí otro mundo, más atento a las cosas pequeñas de la vida, un lugar donde se le da valor al silencio, en donde el concepto de comunidad me emocionó, en donde el respeto me abrumó, un espacio donde el orden es parte de esa forma de vida y de la serenidad que desprende. Pero también asistí a la enfermedad de una sociedad con unos niveles de soledad impresionantes, con una ciudad que se traviste cada noche infantilizando las relaciones entre las personas y a las propias personas, un lugar donde la gente no se ríe en la calle, como mucho sonríe y en donde el orden es también quien esclaviza a la gente, en la calle, en el metro y en el trabajo. ¿Son felices los japoneses? Creo que inmensamente sí, si la felicidad se basa en ser capaz de gozar del sonido de una gota de agua cayendo desde el caño de bambú de una fuente en mitad de un jardín. Pero también creo que, aunque esa fuente la tienen ahí todos los días y disfrutan de ella, también sufren la infelicidad de una sociedad encorsetada en unas normas y unos niveles de autoexigencia terroríficos. Yo sigo enamorado de Japón, de su cultura, literatura, paisaje y costumbres. Prefiero quedarme con lo bueno.

Este sábado, antes del vermut, leí un cuento corto bellísimo de Stefan Zweig (toda su literatura desborda belleza) sobre un hombre bueno que buscaba incesantemente la justicia en sus acciones. Después de leer Los ojos del hermano eterno llegas a la conclusión de que viviendo en una sociedad, sea esta del tipo que sea, siempre, irremediablemente, cualquiera de tus acciones o no acciones, influyen en otra u otras personas. Lo deseable sería que estas influencias y consecuencias de lo que hacemos o dejamos de hacer fuesen siempre positivas. ¿No? Hasta la próxima. Gracias por todo. Un beso.

aprender a vivir con la muerte

Me confían cartas para el otro mundo. Cuando me toque ir allí, me llevaré todas conmigo de este mundo. (…) Enviar una carta a alguien del otro mundo es mucho más que sólo pensar que estás conectada con esa persona, aunque creas que lo estás en el fondo de tu corazón.

¿Por qué es diferente?

Porque la carta de verdad llega allí.

En una tarde domingo leí, con verdadero placer, La casa del álamo, de Kazumi Yumoto, editada por Nocturna Ediciones. Fue el primer libro de esta autora japonesa, pero sé que no será el último. Le llaman la escritora de la muerte, porque acerca la muerte, el hecho de la muerte, a la vida de miles de personas que vivimos en una sociedad que huye de ella. Y lo acerca de una manera tremendamente sencilla y natural. Es la aceptación de la muerte como parte de nuestra propia vida.

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Este año, en los días en que se acercaba mi cumpleaños, me di cuenta que había vivido ya más años tras la muerte de la ama, que mientras ella vivía. Fue una constatación que me dejó momentáneamente abrumado. ¿Cómo puede ser? El próximo 9 de marzo se cumplen 23 años de su muerte y no ha habido ni un solo día desde entonces en que no la haya tenido presente en el pensamiento o en cualquier cosa que hago durante el día. Sigo oliendo el aroma de su perfume, sigo sintiendo la suavidad de sus manos, sigo escuchando su risa y su voz cantando. Y lo hago en igual o parecida intensidad que veinte años atrás. El proceso de duelo cada persona lo lleva de manera diferente. Aprender a vivir con la muerte es vital para la vida. Yo después de haber llorado mucho, creí en un momento que ya no tenía más lágrimas, que las había llorado todas. Tuve una temporada que me asusté con mi frialdad. Pero era algo ficticio. De repente un día empecé a llorar de nuevo y lo hice por muchos motivos. Algunos tristes, otros alegres. Lo mejor fue que dejé de ahogar el lloro. Y volví a llorar a la ama, claro, pero empecé a hacerlo recordando la felicidad de lo vivido con ella. No es ya un lloro amargo, ni constante. Es un lloro que sale, a veces, y casi siempre recordando algo feliz. Transformé el lloro y su muerte en algo que es parte de mí. Y lo agradecí.

Esta novela trata un poco de todo eso. Trata de la importancia de hacer un hueco a la muerte en tu vida. De utilizarla como medio de comunicación con quien ya no está, pero sobre todo con los que quedan. Y lo hace desde la voz y la mirada de una niña de seis años, Chiaki, que ha perdido a su padre. Su encuentro con una anciana que se dedica a recoger cartas para los muertos, con la intención de hacérselas llegar en cuanto muera, cambia su vida. Es un libro escrito con un lenguaje sencillo que se lee con placer, que ofrece cierta calma y que deja un gusto duradero, a pesar de ser una obra corta. Por cierto, más allá del tema de la muerte, uno de los aspectos que más me han gustado de la novela es la reflexión sobre las relaciones entre jóvenes (niños) y ancianos. ¡Ah, sí! Hay también versión cinematográfica.

Pues eso. Un libro para quienes quieren vivir la muerte como parte de la vida. Para quienes quieren cerrar un duelo demasiado largo. Para quienes quieran disfrutar de una tarde tranquila y para quienes han decidido que llorar es bueno.

 

 

todo un año de libros – 2017

Repasar el año es un ejercicio necesario solo desde el punto de vista de poder seguir avanzando, de constatar ese avance y de mantener esa vista hacia adelante, siempre viviendo el presente. Hay muchas maneras de hacerlo y de todas se puede aprender. En el ejercicio saludable que esto representa, hay una parte con la que disfruto mucho. El repaso a los libros leídos durante el año, rememorando, recordando los momentos de disfrute, constatando el fracaso de algún título y apuntando algún otro, irremediable consecuencia de lo leído.

Cuarenta y nueve libros entre narrativa y ensayo con géneros de todo tipo, desde novela a cuentos, pasando por literatura epistolar. Diecisiete mujeres y treinta hombres. Una escritora, Virginia Woolf, de quien he leído cuatro obras. Autores y autoras de Inglaterra, Estados Unidos, Euskal Herria, Irlanda, Alemania, Grecia, Estado español, Noruega, Austria, Francia, Italia y Japón, mucho Japón. Vivos y muertos. Y entre todas las obras, seis que me han causado, por diferentes causas, un placer máximo, llegando, incluso, con alguno de ellos, al éxtasis.

Hay títulos que han estado y siguen estando en la mesilla de noche, de esos que los coges y los dejas, de los que lees poco a poco, a sorbos y de los que necesitan que cada frase pose tranquilamente. Ahí siguen y continúo con la Iliada de Homero, los Sonetos de Shakespeare, un ensayo filosófico de Châtelet, una guía literaria de Berthoud y un ensayo sobre nuestro futuro como planeta de Dion. Quizás 2018 vea el final de sus páginas o, quién sabe, sea testigo de su relectura.

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Estos son los libros que he leído y terminado en este 2017:

Hygge, de Louisa Thomsen Brits. ♥♥♥

La meditación y el arte de la jardinería, de Ark Redwood. ♥♥♥♥

Mi Londres, de Simonetta Agnello Hornby. ♥♥♥

Los casos de Horace Rumpole, abogado, de John Mortimer. ♥♥♥

Stoner, de John Williams. ♥♥♥

Nosotros en la noche, de Kent Haruf. ♥♥♥♥

Los búfalos de Broken Heart, de Dan O’Brien. ♥♥♥♥

Leer es un riesgo, de Alfonso Berardinelli. ♥♥♥

84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. ♥ ♥ ♥ ♥ ♥

Un cuarto propio, de Virginia Woolf. ♥ ♥ ♥ ♥ ♥

Sin rumbo por las calles, una aventura londinense, de Virginia Woolf. ♥♥♥♥

Mansfield Park, de Jane Austen. ♥♥♥♥

Las aventuras agrícolas de un cockney, de Virginia Woolf. ♥♥♥♥

El eterno viaje: cómo vivir con Homero, de Adam Nicolson. ♥ ♥ ♥ ♥ ♥

Londres, de Virginia Woolf. ♥♥♥♥

Drácula, de Bram Stoker. ♥♥♥♥

Zorba el griego, de Nikos Kazantzakis. ♥♥♥♥

Claudio Monteverdi. «Lamento della Ninfa», de Ramón Andrés.♥♥♥

La amiga estupenda, de Elena Ferrante. ♥♥♥♥

El amigo del desierto, de Pablo d’Ors.♥♥♥♥

Siddhartha, de Hermann Hesse.♥♥♥♥

Un monstruo viene a verme, de Patrick Ness.♥♥♥♥

La luz de los lejanos faros, de Carlos García Gual. ♥♥♥♥

Siempre. La leyenda de la pecosa de ojos verdes, de Jairo Berbel. ♥♥

La tierra de los abetos puntiagudos, de Sarah Orne Jewett. ♥ ♥ ♥ ♥ ♥

Hôzuki, la librería de Mitsuko, de Aki Shimazaki. ♥♥♥

Cartas de una pionera, de Elinore Pruitt Stewart.♥♥♥♥

Verde agua, de Marisa Madieri. ♥♥♥♥

Un lugar pagano, de Edna O’Brien. ♥ ♥ ♥ ♥ ♥

Kes, de Barry Hines. ♥♥♥♥

Entre todas las mujeres, de John McGahern. ♥♥♥

Medio planeta, de Edward O. Wilson. ♥♥♥♥

Entusiasmo, de Pablo d’Ors. ♥♥♥♥

El silencio en la era del ruido, de Erling Kagge. ♥♥♥

Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell. ♥♥♥♥

Banzai, de Zofia Fabjanowska-Micyk. ♥♥♥

El club de los gourmets, de Junichiro Tanizaki. ♥♥♥♥

Amistad, de Saneatsu Mushanokoji. ♥♥♥

Cerezos en la oscuridad, de Higuchi Ichiyō. ♥♥♥♥

Algo que brilla como el mar, de Hiromi Kawakami. ♥♥♥♥

Musashino, de Doppo Kunikida. ♥♥♥♥

Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero, de Eduardo Gil Bera. ♥♥♥♥

La tumba del tejedor, de Seumas O’Kelly. ♥♥♥♥

El lector, de Bernhard Schlink. ♥♥♥♥

Clásicos para la vida, de Nuccio Ordine. ♥♥♥♥

El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono. ♥ ♥ ♥ ♥ ♥

Invierno en Viena, de Petra Hartlieb. ♥♥♥

El grillo del hogar, de Charles Dickens. ♥♥♥♥

Historias de la palma de la mano, de Yasunari Kawabata. ♥♥♥

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correspondencia bibliófila

En mi viaje previo al Londres que conoceré a principios de junio, hace poco terminé un librito que es una auténtica joya. Con este libro de correspondencia he podido conocer la calle de los libros y los libreros por excelencia, aunque en los últimos años varias de esas librerías, desgraciadamente, se hayan ido convirtiendo en McDonald’s y demás. 84 Charing Cross Road es un pequeño libro, escrito por Helene Hanff, una neoyorkina que se pasó la vida escribiendo, principalmente episodios para la televisión y que mantuvo una correspondencia durante más de treinta años con una librería de Londres a la que fue pidiendo los libros que quería.

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El libro me lo recomendó una buena amiga, Ana, que siempre que nos encontramos me pregunta qué estoy leyendo o qué música escucho. En la conversación le dije que en junio me voy un fin de semana largo a Londres, ciudad que, ya lo he dicho alguna vez, todavía no conozco, y que estaba buscando un libro que se desarrollase en la capital inglesa. Es verdad que Londres aparece en todas y cada una de sus páginas y que su encanto está presente en la correspondencia mantenida, pero si algo nos traslada la obra, es el amor por la buena lectura y por los libros, las traducciones, las ediciones curiosas y demás, algo que solo los libreros y algunos lectores, quizás los más frikis, no lo se, son capaces de reconocer. Por eso siempre repito que comprar un libro en una librería o en una tienda donde venden libros, es algo absolutamente diferente que, a buen seguro, condicionará el tipo de lecturas que realizas. Cuando un librero o librera, esto es, una maravillosa persona que te recomienda libros desde su propio enamoramiento de ellos, para que termines leyéndolos, es algo extraordinario. Es una experiencia deliciosa. Con lo poco que dura la vida, no tenemos tiempo para estar leyendo solo lo que las grandes editoriales y centros comerciales nos empujan a comprar con sus campañas mediáticas, por mucho que la novela se desarrolle en Baztan.

A mí, cuando visito otros lugares, entre otras cosas, me suele gustar visitar cementerios y librerías, porque en ellos descubro la historia, e incluso, aunque parezca una contrariedad, la vida de la ciudad más allá de las guías. Los cementerios porque son como las páginas abiertas del libro escrito por quienes vivieron y murieron en la ciudad y las librerías porque entre sus paredes me encuentro como en casa. Son como un refugio en mitad del movimiento y del descubrimiento que supone ir paseando por un lugar desconocido.

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En el libro, la autora comienza pidiendo unos libros que no puede, o no quiere, por no salir de casa en invierno, conseguir en su Nueva York natal. A través de los pedidos y cartas, al principio con un mismo trabajador de la librería y posteriormente con más empleados del establecimiento, se va desarrollando una relación que desemboca en amistad que te deja casi atónito. Como hilo conductor de esa relación, siempre los libros. Títulos extraños y títulos clásicos, obras especializadas y obras que son como un bálsamo en la vida incierta de la protagonista. La historia se desarrolla, se desarrolló, en el Londres de la postguerra, de las cartillas de racionamiento, de la era sin Internet y de la época donde el servicio de correos era el único medio para conseguir enviar y recibir paquetes, con libros, con comida o con ropa.

En junio espero visitar alguna de las buenas librerías y papelería, otra de mis aficiones, que existen en Londres. Ya os contaré. Mientras tanto, si no lo habéis hecho ya, disfrutad de 84, Charing Cross Road, editado por Anagrama.

P.D. ¿Qué novelas y obras que tengan Londres como protagonista de una u otra manera, me recomendáis?

Un libro para leer en el aeropuerto, mientras esperas que abran las puertas de embarque. Para quienes echan en falta cartearse con alguien, escribir cartas con bolígrafo o, quizás mejor, con una pluma de tinta negra. Para quienes les gusta pegar en el sobre el sello del monarca al revés, en simple expresión de su rebeldía natural. Para quienes tienen la sensación, real por otro lado, de no tener tiempo para leer todas las obras estupendas que existen en la literatura. Y sobre todo, para quienes han tenido la suerte de ser aconsejados en su lectura por un librero o una librera que acaba recomendándote una edición barata de bolsillo, a la mitad de precio que la otra edición especial de la misma obra que tiene en la otra mano, por la sencilla razón de que la traducción de la edición de bolsillo es infinitamente mejor. Esto solo se puede encontrar en las librerías, nunca en una tienda donde venden libros.

viajes baratos

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Image by Clem Onojeghuo

A media mañana salí a tomarme un té y aproveché para entrar en una librería muy especial, Re-Read. En ella se venden, a precio muy barato, libros que si pudiesen hablar nos contarían, más allá de las historias que tienen recogidas entre sus páginas, la historia de quien antes los leyó, o los dejó olvidados en una estantería o quizás su propia historia yendo de mano en mano para ser leídos. En esta tienda de segunda mano me hice con tres libros con los que voy a viajar en los próximos meses de forma muy barata. Me hice con una edición de bolsillo en tapa dura de Cumbres borrascosas, porque las historias de pasiones y emociones me animan a vivir mi propia vida con igual pasión, La Flecha negra, encuadernada en tela, porque no quiero olvidar que de vez en cuando me gusta seguir siendo un niño jugando con espadas de madera, y una edición espectacular, con el lomo en piel azul, de la Ilíada y la Odisea, porque las guerras de hoy en día siguen creando exiliados que recorren errantes su vida por esta indiferente Europa en la que no quiero ser cómplice. Una mujer, un hombre y una incógnita. Emily Brontë, Robert Louis Stevenson y Homero. Tres libros, tres escritores, tres viajes y media hora de descanso por siete euros y medio.

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En Semana Santa, días de descanso, lectura y paseos, estuve viendo una serie en Filmin que merece mucho la pena. Life in Squares.

La serie nos cuenta, en tres capítulos de una hora de duración, la historia del llamado Círculo o Grupo de Bloomsbury a través de algunos de sus integrantes más significados. Las hermanas Stephen, conocidas posteriormente como Virginia Woolf, escritora, y Vanessa Bell, pintora, el pintor Duncan Grant, el crítico de arte Clive Bell, el editor Leonard Woolf, Lytton Strachey, escritor o el economista John Maynard Keynes. Otros miembros del grupo que no aparecen en la serie fueron el filósofo Bertrand Russell, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y la pintora Dora Carrington.

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Este grupo intelectual, que tomó el nombre por el barrio de Londres donde se encuentra el Museo Británico y donde vivían la mayor parte de ellos, incluidas las hermanas Stephen en cuya casa se reunían, abogó, a principios del XX, con las costumbres victorianas todavía presentes en Londres e Inglaterra, por un pensamiento libre en la vida y la creación. El grupo tuvo en común un gran desprecio por la religión. Objetores de conciencia en la 1ª Guerra Mundial, defensores de la libertad sexual, promotores de la igualdad de la mujer y el hombre… Se consideraban miembros de una élite intelectual ilustrada, de ideología liberal y humanista. Parte de sus orígenes intelectuales están en el Trinity College, de Cambridge y el King´s College, de Londres, donde estudiaron la mayoría de ellos. El grupo obtuvo una temprana relevancia en los medios cuando en 1910, miembros del círculo llevaron a cabo el Engaño del Dreadnought, una broma en la que se hicieron pasar por representantes de la realeza abisinia para ser recibidos en el acorazado HMS Dreadnought con honores de estado y que, debido a su repercusión en los medios, puso en ridículo a la Royal Navy. En el terreno artístico tuvieron influencias de Paul Gauguin, Vincent Van Gogh y especialmente Paul Cézanne.

La serie, de la BBC, solo con eso es ya un aliciente para verla, está grabada con una exquisitez extraordinaria. El tratamiento de la luz y el color es casi pictórico y de una delicadeza impresionante. Los tres protagonistas principales, Vanessa Bell, Virginia Woolf y Duncan Grant están interpretados en los dos primeros capítulos, los años jóvenes, digamos, por Phoebe Fox, Lydia Leonard y James Norton. En el último capítulo los interpretan Eve Best, Catherine McCormack y Rupert Penry-Jones.

Lo dicho, merece la pena, y mucho, verla. Con la cantidad de bodrio presente en la TV, una serie como esta se convierte en una auténtica joya.


callejeando por Londres con Virginia Woolf

Falta todavía mes y medio para que parta a conocer in situ la capital inglesa, una de esas ciudades que existen en el mundo que, aunque no hayas estado jamás físicamente, se podría decir que conoces muchas de sus calles, historias y personajes. No existen muchas de estas ciudades, New York, Roma y París. Y para de contar. No llegan a los dedos de una mano. Londres es, desde luego, la que completa completa el cuarteto.

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El caso es que cuando voy a algún sitio de viaje, aunque sea un fin de semana largo, me gusta leer sobre el lugar, más allá de las guías al uso. La literatura alberga muchas obras que te acercan al lugar que vas a visitar, antes de emprender el viaje, o que refuerzan lo vivido tras terminar la aventura. En cuanto a Londres, aparte de haber gozado con un libro de la editorial Taschen titulado 36 hours, Londres y otros destinos, me he ido decantando por algunas obras «londinenses». Y si hay una escritora londinense por antonomasia, es Virginia Woolf. La obra, más bien obrita, se titula Sin rumbo por las calles: una aventura londinense. Ayer, en una visita a Deborahlibros, acabé comprándolo y me fui a leerlo tranquilamente en un banco de la Media Luna, lo bastante protegido del viento que empezaba a moverse y lo suficiente expuesto al sol para disfrutar del momento.

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Virginia escribió en 1927 este breve relato que no sobrepasa las 90 páginas y que el editor José J. de Olañeta publicó en castellano en 2015, dentro de la colección Centellas. El relato, que aunque sea corto es un torrente de excelencia literaria, lo escribió «para contar cómo la ciudad toma el relevo de tu propia vida personal y la prolonga sin el menor esfuerzo». En él describe un paseo por Londres, a la hora del té, con la excusa de comprar un lápiz. El caso es que la excusa es totalmente válida para dar un paseo por el Londres de finales de los años 20 del siglo pasado, imaginar el interior de las ventanas iluminadas de Mayfair, visitar una librería de viejo en Charing Cross, atravesar el puente de Waterloo y llegar, de nuevo, a Bloomsbury.


Quien quiera una guía en la que señale la hora del cambio de guardia o cuál es el mejor puesto de comida pakistaní a orillas del Támesis, es evidente que este no es su libro. Pero para quien necesite algo más y quiera ver Londres con otros ojos, aunque sea camino del puesto de comida rápida pakistaní, este libro le va a demostrar que, callejeando por una ciudad, propia o extraña, se puede vivir una aventura que siempre se recordará. Quizás me lo lleve al viaje para releerlo tumbado en un parque londinense, después de haber comido la delicia pakistaní. Y tras volver a leerlo, una siesta con Virginia Woolf.