Han transcurrido diez meses desde la última entrada. A veces la vida te sacude un tarantantán aunque tú no quieras, aunque no lo hayas previsto en tu agenda occidental que cree tener todo controlado, como si la felicidad dependiese de eso, de tener todo anotado con diferentes colores en tu perfecta app agenda-calendario-notas todo en uno. En estas ocasiones, para cuando te das cuenta, todavía estás frotándote con la mano el moflete dolorido palpando si tienes todos los dientes, y mientras tanto la cosa sigue igual. La derecha intentando asustar, envalentonada y fanfarrona, como siempre; la izquierda mirando el dedo sin atisbar siquiera una hoja del bosque. Y así, entre paso y paso de esta yenka aburrida, una nueva guerra se suma en Europa a la centena existente desde hace años en otras partes del mundo, el cambio climático por fin sale del armario y hace una primera actuación estival, sin llegar el verano, a base de fuegos nada artificiales, y se sigue asesinando a los pobres (pobre es el que es diferente –de otro color– a nosotros, básicamente) en cualquier frontera entre nuestro mundo de fantasía y los lugares donde viven los pobres, a los que algunos denominan invasores, porque ya sabemos que estos pobres vienen con enfermedades fatales, dioses que no son los verdaderos y además nos quitan el trabajo tan solicitado en el campo y la construcción; por eso, cuando se mata a cuarenta de estos tremendos invasores en una frontera propia, puede salir el presidente progresista a felicitar a quienes los han matado, y todos tan contentos y aliviados. Así que diez meses en donde todo sigue igual de precioso. Menos mal que el alcalde de mi pueblo está organizando una verbena de las que se recordarán durante siglos, y dentro de unos años se publicarán libros y novelas en torno a aquellos Sanfermines de 2022, cuando todo el mundo bailó y rió en la verbena del señor alcalde. Qué risa, tía Felisa.

El libro del que quiero hablar en esta entrada de regreso es de un escritor cuyas novelas forman parte de esa estantería de exquisiteces, de libros que me han llegado muy dentro, por la historia que relatan, o por la escritura que me acerca a la belleza. En esa estantería, que algún día presentaré en sociedad, está, por derecho propio, André Aciman. Hay pocos autores de los que pueda decir, casi sin errar, que un libro suyo me va a gustar, incluso antes de leerlo. Aciman es uno de ellos. Otros y otras podrían ser Kallifatides, Solnit, o Sarton. Hay en todos estos autores, diferentes entre sí, uno un griego que escribe en Suecia, otra una pensadora feminista estadounidense, otra una poeta que vivía en el campo y que escribía unas memorias y diarios preciosos, algo que es como si sus libros estuviesen escritos para mí. Y ahí está Aciman, que en su escritura destila Mediterráneo por los cuatro costados, escriba de lo que escriba, cuente lo que cuente. Nacido en Alejandría, en el seno de una familia judía sefardí de origen turco, expulsados (la última vez) de Egipto, emigrados a Roma, doctor de literatura comparada por Harvard, y profesor en Princenton y Nueva York. Con ese recorrido era difícil que no escribiese buenas novelas, pero es que además lo hace de una manera efectiva y bella. Sus historias llegan muy dentro. Y es que Aciman consigue hablar de la vida, de su visión de la vida, de las grandes cuestiones, de los sueños y frustraciones, de las esperanzas y los miedos del ser humano, desde las emociones íntimas, desde los sentimientos humanos, tan particulares y tan generales, tan de cada uno, tan de todos.

Lejos de Egipto son sus memorias de la infancia hasta la adolescencia, en su Alejandría natal multicultural, desde el ambiente de su enorme familia de judíos sefardíes, con esas reuniones familiares tan expectantes para los ojos de un niño curioso —acaso hay algún niño que no lo sea—, con una madre sorda que se hacía escuchar con mucho carácter, con sus abuelas, la santa y la princesa, tan diferentes, tan necesarias, con sus tíos abuelos, con los trabajadores de la casa, sus profesores. Hay momentos que me han recordado a esa maravillosa película que es Fanny y Alexander, con esa casa abierta a todo el mundo, donde el encuentro de los diferentes miembros de la familia se va dando entre tragedias y alegrías personales. Entre medio de ese clan, el niño Aciman asiste al desmoronamiento de su espacio y modo de vida con la llegada al poder y a la sociedad de la intolerancia, la sospecha, la vigilancia y finalmente la expulsión. Un paraíso perdido, un luminoso mundo cuyos aromas, sonidos y texturas quedan para siempre en nosotros. Como Kavafis, Forster o Durrell, esto es Alejandría pura y dura. Un placer.

Aciman ha sido editado, en esta ocasión, por Libros del Asteroide, como siempre con alta calidad, nunca defrauda, y con la hermosísima traducción de Celia Filipetto. Un placer.