una humanidad desbordante

Este fin de semana han continuado los reencuentros en este momento en que da la sensación que la pandemia de COVID-19 nos empieza a dar aire. Si el pasado sábado nos reunimos casi toda la primada en una comida todavía sujeta a medidas sanitarias que tardarán en irse del todo –si es que alguna vez desaparecen–, este viernes la reunión fue con un grupo de amigos, alrededor de jamón, vino y un poco de pan. Sin mayores artificios. En los dos reencuentros hubo abrazos, confidencias, silencios, miradas, risas, cariño, cantos, porque celebramos que nos volvíamos a ver todos, o casi todos, juntos, o simplemente porque celebramos la oportunidad de seguir celebrando. Todavía no es tiempo, solo intuimos sombras que siempre llegan con sus luces, aunque no llegamos a verlas del todo, pero llegará el momento en que conozcamos cuánto hemos cambiado en este año y medio pandémico. Porque si algo es cierto, es que el antes y el después es real y profundo. De nosotros depende que sea para bien.

El otro reencuentro que tuve el placer de vivir el fin de semana y del que quiero escribir fue con un griego de 83 años que a sus veintiséis decidió emigrar a Suecia porque, como le dijo su hermano, «aquí no hay sitio para todos». El eterno dilema del emigrante; encontrar su lugar, casi siempre hurtado, y habitualmente encontrado, si es que se halla, en su propia dignidad. A Theodor Kallifatides lo conocí en 2019 con su primera obra traducida por aquí, Otra vida por vivir, y editada, como todas las demás, por Galaxia Gutenberg. En el lapso de dos años, la editorial ha editado cuatro obras del escritor griego emigrado a suecia. Para mi gusto, un tiempo demasiado estrecho para publicar cuatro títulos de un escritor que hasta poco antes de la pandemia era absolutamente desconocido por estos lares. Si su primera obra fue un hallazgo deslumbrante, sus dos siguientes publicaciones eran algo más irregulares, principalmente El asedio de Troya, aunque siempre con calidad. Sea como fuere, la escritura de Kallifatides se caracteriza por una utilización muy natural del relato, casi siempre autobiográfico, con unas formas sencillas, a veces melancólicas y siempre humanas.

Robert McCabe

Su última obra traducida retoma el relato puramente autobiográfico (si es que alguna vez lo había dejado), descrito con una naturalidad tal que desborda humanidad por los cuatro costados. Si en sus anteriores obras que he podido leer, el griego hace historia de su familia, de su padre maestro represaliado por sus ideas sociales, de su madre, auténtica matriarca de la familia, de su abuelo, de su pueblo Molaoi, de los tiempos de la(s) guerra(s), en Lo pasado no es un sueño, el señor Kallifatides escribe un relato autobiográfico en donde el protagonista es él mismo, su paso de la niñez a la juventud, pasando por la adolescencia de los descubrimientos, su inicio en la escritura y la decisión de encontrar su sitio en el norte de Europa. En este sentido es muy gratificante leer su método de escritura, cómo escribe y porqué. Escribe porque necesita expresar lo que lleva dentro y para eso, lo primero que se necesita es sentimiento. Luego viene la calidad, si es que llega. Lo que me asombra de Kallifatides es que comenzó a escribir en griego y cuando emigró a Suecia, comenzó a escribir en sueco, con otro alfabeto y en otro idioma. Y por lo visto no lo hizo mal, ya que desde su primer libro ha sido un escritor de éxito en aquel país escandinavo. Imagino que el griego que cambió Atenas por Estocolmo, tenía y tiene algo más que sentimiento y calidad. Theodor Kallifatides tiene la virtud de hablar de la vida con sencillez y naturalidad, pero con una belleza impresionante. Y eso es, seguramente, lo que nos llega a sus lectores.

Lo dicho. Un libro muy agradable, que invita a rememorar tu propia vida pasada e incluso te lances a escribir algo de ese sentimiento que tienes por ahí dentro, aunque sea muy difícil tratar de emular al escritor griego.

Seguimos reencontrándonos.

infancia irlandesa

«Irlanda siempre ha sido mujer, útero, cueva, vaca, Rosaleen, marrana, novia, ramera y, por supuesto, la demacrada diosa Hag of Beara».

Madre Irlanda, Edna o’Brien, Editorial Lumen, cap. 1 (La tierra), pág. 11

Hace cuatro años, gracias a uno de mis libreros de confianza, descubrí una autora irlandesa que me fascinó con su escritura y con esa visión tan poco vendida fuera de Irlanda, más allá de los tópicos verdes, musicales y de cerveza negra. Una visión que, hasta hace bien poco, quedaba relegada a la propia Irlanda, pues los trapos sucios casi siempre se lavan en casa. La forma de escribir de Edna O´Brien, que ya es nonagenaria, me maravilla, con su destreza al elegir las palabras (y en este caso el trabajazo de la traductora Regina López Muñoz es impresionante), su audacia al contarnos historias que nadie más cuenta y la belleza completa de sus relatos. Al año siguiente, al leer sus memorias que se inician con su huída a la supuestamente libre, protestante y cosmopolita Inglaterra, comprendí buena parte del porqué de esa escritura tan emocional, tan política, entendiéndose política como el punto de vista de cada cual, y tan elegante. Porque si algo es la escritura de O’Brien es elegante.

Madre Irlanda, editado por Lumen, es precisamente, el previo a esas memorias en las que cuenta su paso de mujer rural de los años 50 a escritora exiliada y maldita en su país. Un previo en el que habla de esa Irlanda que la vio nacer, de esa Irlanda independizada hace treinta años, de esa Irlanda que dejaba atrás la monarquía para convertirse en república cuando Edna contaba con 19 años. Una Irlanda rural, con la omnipresencia de la Iglesia en todos los estamentos y rincones de la sociedad, llena de supersticiones, mitos, costumbres, pero también poesía, esencia y belleza absoluta. Una Irlanda donde Edna pasó su infancia entre caminos y prados, en un colegio de monjas, descubriendo la vida y finalmente huyendo, primero a Dublín y después a Inglaterra. Esta autobiografía de la infancia, comienza con un capítulo lleno de leyendas sobre el origen de Irlanda, porque la memoria de Edna O’Brien es la memoria de Irlanda, porque por mucho que huya, Irlanda sigue siendo la madre. Y esas leyendas, esas historias, las de la madre Eire y las suyas propias, son contadas de una manera bellísima, plagada de anécdotas de lo que era la vida común entonces, sobre las monjas y curas, la bebida, siempre presente, parte de aquella vida.

«Las anécdotas relacionadas con la orina eran las más picantes, sobre todo la del párroco que, al sospechar que su ama de llaves estaba pimplándose el jerez, decidió rebajarlo con orina, y cuando al cabo de varias semanas en las que el nivel de la licorera seguía descendiendo descaradamente le expuso el asunto, ella repondió: «Ay padre, lo que pasa es que todos los días le añado un chorrito a su sopa»».

Capítulo 2 (Mi pueblo natal), pág. 59.

La obra escrita viene acompañada por fotografías de Fergus Bourke que complementan de manera igualmente bella los relatos de la escritora. Este fotógrafo, fallecido en 2004, era un observador nato, un fotógrafo con ojos de niño.

un viaje zen o lo maravilloso que puede ser la mecánica de motos

A finales del año pasado me metí con un libro que me llamó su atención con el título y los temas que trataba. Según la solapa del propio libro, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, es una obra que trata sobre la filosofía, el pensamiento, es una especie de autobiografía del autor y además está presentada como el diario de un viaje. La verdad es que, con eso, me quedé un poco con la mosca detrás de la oreja, así que decidí hacerme con él.

zen-motocicleta-Pirsig-portada

Es una buena novela que relata el viaje interior de un hombre mientras recorre, con su hijo, en motocicleta, diferentes estados norteamericanos. En ese viaje interior, sin duda es el viaje interior y no el físico el hilo de la novela, el hombre-padre, descubre, poco a poco, su verdadero ser que hacía tiempo había olvidado. Todo esto mientras se dedica a ser padre, nos describe los diferentes lugares de la América profunda por donde pasan y se dedica a pensar. Pensamientos filosóficos que toman prestados elementos del budismo, de Sócrates o de Kant y que son capaces de hacerte ver, a un auténtico ignorante en motos como yo, por ejemplo, lo bello que puede ser el funcionamiento mecánico de una motocicleta.

Reconozco que hubo pasajes del libro que se me atragantaron por momentos. No es este un libro, tampoco, para leer en la cama antes de dormir. ¡Pero qué se le va a hacer si yo leo sobre todo a esa hora! Quizás tardé en meterme de lleno en la trama y los diferentes giros en la historia, aparentemente sencilla, llegaron a confundirme en más de una ocasión. De todos modos, es uno de esos libros que de repente descubres que lo estás leyendo ensimismadamente, capturado por su belleza y justo al llegar al final es cuando comprendes en toda su amplitud. Es también uno de esos libros que hay que leer con un lápiz a mano para subrayar los múltiples pensamientos que aparecen en él. Lástima que yo no sea de los de leer con lápiz. No entiendo cómo no se ha hecho una película basada en esta novela.

ZenTravel

Robert M. Pirsig, autor del libro, nació en 1928, y aparte de la notoriedad que obtuvo por este libro, por cierto 128 veces rechazado por otras tantas editoriales y del que hasta la fecha se han vendido más de cinco millones de ejemplares, su vida fue la de un hombre con un coeficiente intelectual altísimo, tartamudo, expulsado de la universidad por sus pobres resultados y que estudió también filosofía oriental. Fue tratado con electroshock en la década de los 60 por sus problemas sicológicos y actualmente vive retirado en su casa.


Indicado para esos padres desesperados que tienen hijos en edad adolescente y no han tenido últimamente tiempo para hablar y estar con él. Lo disfrutarán también todos aquellos que, aún sin ser padres, tienen una moto y cuidan de ella como si fuese el hijo que no tienen. Y muy bueno también para quienes quieren un chute de filosofía pero no les apetece meterse de golpe los diálogos de Platón. ¡Buen viaje!


Estamos tan de prisa siempre que nunca tenemos oportunidad de hablar. El resultado es la superficialidad, una monotonía que deja a la persona preguntando años después por lo que pasó, cuando todo se ha ido.