un Mediterráneo lleno de belleza

Las cenas de verano en casa de un amigo, con las ventanas abiertas que llenan el comedor de voces vecinas en un día que declina, con el ruido de los platos al recogerse, o los críos que piden estar un poco más antes de irse a la cama, son momentos que suelen quedar en nuestra memoria de manera placentera. En este caso éramos cuatro amigos que entre un blanco verdejo y un tinto del Duero disfrutamos de una ensalada de tomate y una fideuá de pescado, siempre acompañados de pan artesano, de ese pan que es pan de verdad, que huele a pan y sabe a amistad.

El anfitrión me habló, mientras preparábamos la ensalada, de su estancia en una isla griega, Hidra, un poco más alejada de las rutas turísticas de moda que asolan las islas del Egeo y que tiene la particularidad de no admitir vehículo a motor alguno, sea coche, moto, ni siquiera patín eléctrico. Allí solo valen las piernas y para las cuestas más empinadas, los burros. Maravilla. Una isla griega, en verano, sin ruidos innecesarios, con sus callejuelas para pasear, sus cientos de gatos a la sombra y una historia que se respira en cada esquina. Y me habló de un libro que acaba de terminar y que hace un recorrido por algunos de los artistas y literatos que se enamoraron profundamente de Italia y Grecia. El libro se titula Peregrinos de la belleza, está escrito por María Belmonte, que es una viajera de las que tiene gusto al contar sus viajes, y editado por Acantilado. A finales de la primavera reseñé otro de sus libros, en este caso sobre Macedonia, igualmente delicioso.

Desde finales del XVIII y sobre todo en el XIX, los hijos de la aristocracia y burguesía europea, generalmente del norte de Europa, tomaron la costumbre de tomarse un año al finalizar los estudios para viajar a Italia y Grecia, a los dos lugares o a uno de ellos. Es lo que se conoció como Grand Tour. En este viaje de un año (o más) el viajero “descubría” la cultura clásica, lo que, en principio, aumentaba su educación para la vida adulta. Era un aprender a vivir, pero en un escenario inigualable y con unas referencias siempre cultas. O por lo menos así es como se vendía. Porque la realidad era que también era el momento para soltarse la melena, desatarse el corsé de la educación estricta y liberarse de las atosigantes normas religiosas. Supongo que los actuales viajes de “estudios” son una reminiscencia, aunque sea en el nombre, de aquel Grand Tour. La pena es que hoy en día, por lo menos hasta la pandemia, esos viajes se han quedado por aquí, casi siempre, en unos días para hacer juerga y desfasar sin la mirada y el control de padres y madres. Afortunadamente aún hay profesoras y profesores que siguen preparando con esfuerzo y dedicación esos viajes de estudios, de historia, de cultura y desde luego de educación y de proceso personal. En los países nórdicos es bastante habitual que al terminar los estudios, la gente joven emplee un año en viajar a diferentes lugares para conocer otras realidades. Qué envidia.

El libro es una maravilla, muy ameno, lleno de historia y curiosidades y estructurado en torno a nueve personajes, todos ellos hombres (en aquel tiempo a las mujeres no se les permitía viajar sin acompañamiento masculino y solo las muy privilegiadas accedían a estudios universitarios) que quedaron enamorados de ese Mediterráneo italiano y griego, desde mediados del siglo XVIII a mediados del XX.

Personajes que hayan sucumbido en algún momento a la belleza de Italia o Grecia, hay muchos. Entre los más conocidos podríamos señalar a Goethe, Dickens, Lord Byron o E. M. Forster, pero la autora, por lo que sea, ha elegido otros muchos. Entre ellos están Johann Wincklemann, arqueólogo e historiador del arte que sirvió a los papas como inspector de antigüedades y absolutamente enamorado de Roma (y de los jóvenes romanos). Wilhelm von Gloeden, fotógrafo de efebos en la costa amalfitana. Axel Munthe, médico de la reina de Suecia y exiliado en Capri. D. H. Lawrence, escritor inglés que quedó subyugado por el sol y la luz italiana. Henry Miller, escritor estadounidense que se quedó a vivir una buena temporada en Grecia. Patrick Leigh Fermor, un feliz viajero y maravilloso escritor. Lawrence Durrell, escritor inglés afincado en Corfú, con toda su familia ( no os perdáis la serie Los Durrell), luego en Rodas y también en Chipre.

Sus historias insertas en la Historia son apasionantes y la forma en las que las relata María Belmonte una auténtica delicia. Y claro está, al terminar la lectura del libro (o devorarlo, como en mi caso), dos peligros acechan al lector. Se enciende en uno la necesidad de visitar aquellos lugares y se obtiene una importante lista de libros para seguir leyendo. Y la verdad es que son dos peligros a los que intentaré lanzarme en cuanto pueda (de hecho ya estoy con la primera de las obras de Durrell sobre su Grecia). Porque algo de todo lo que en este libro se relata, el que escribe ya lo ha vivido a lo largo de las últimas tres décadas desde que viajé por primera vez a Italia, quedando prendado de Florencia, los Medici y el humilde Grand Tour de dos semanas que tuve la inmensa suerte de hacer guiado por personajes de novela. Pero esa es otra historia que quizá algún día me decida a plasmar en un papel.

Os recomiendo el libro. Mucho. Porque leer las historias de unas personas que quedaron prendadas de la belleza, en este caso en Italia o Grecia, es hoy en día un aliciente para escapar del ruido apabullante que sufrimos en esta sociedad que confunde la libertad con hacer lo que me da la gana.

infancia irlandesa

«Irlanda siempre ha sido mujer, útero, cueva, vaca, Rosaleen, marrana, novia, ramera y, por supuesto, la demacrada diosa Hag of Beara».

Madre Irlanda, Edna o’Brien, Editorial Lumen, cap. 1 (La tierra), pág. 11

Hace cuatro años, gracias a uno de mis libreros de confianza, descubrí una autora irlandesa que me fascinó con su escritura y con esa visión tan poco vendida fuera de Irlanda, más allá de los tópicos verdes, musicales y de cerveza negra. Una visión que, hasta hace bien poco, quedaba relegada a la propia Irlanda, pues los trapos sucios casi siempre se lavan en casa. La forma de escribir de Edna O´Brien, que ya es nonagenaria, me maravilla, con su destreza al elegir las palabras (y en este caso el trabajazo de la traductora Regina López Muñoz es impresionante), su audacia al contarnos historias que nadie más cuenta y la belleza completa de sus relatos. Al año siguiente, al leer sus memorias que se inician con su huída a la supuestamente libre, protestante y cosmopolita Inglaterra, comprendí buena parte del porqué de esa escritura tan emocional, tan política, entendiéndose política como el punto de vista de cada cual, y tan elegante. Porque si algo es la escritura de O’Brien es elegante.

Madre Irlanda, editado por Lumen, es precisamente, el previo a esas memorias en las que cuenta su paso de mujer rural de los años 50 a escritora exiliada y maldita en su país. Un previo en el que habla de esa Irlanda que la vio nacer, de esa Irlanda independizada hace treinta años, de esa Irlanda que dejaba atrás la monarquía para convertirse en república cuando Edna contaba con 19 años. Una Irlanda rural, con la omnipresencia de la Iglesia en todos los estamentos y rincones de la sociedad, llena de supersticiones, mitos, costumbres, pero también poesía, esencia y belleza absoluta. Una Irlanda donde Edna pasó su infancia entre caminos y prados, en un colegio de monjas, descubriendo la vida y finalmente huyendo, primero a Dublín y después a Inglaterra. Esta autobiografía de la infancia, comienza con un capítulo lleno de leyendas sobre el origen de Irlanda, porque la memoria de Edna O’Brien es la memoria de Irlanda, porque por mucho que huya, Irlanda sigue siendo la madre. Y esas leyendas, esas historias, las de la madre Eire y las suyas propias, son contadas de una manera bellísima, plagada de anécdotas de lo que era la vida común entonces, sobre las monjas y curas, la bebida, siempre presente, parte de aquella vida.

«Las anécdotas relacionadas con la orina eran las más picantes, sobre todo la del párroco que, al sospechar que su ama de llaves estaba pimplándose el jerez, decidió rebajarlo con orina, y cuando al cabo de varias semanas en las que el nivel de la licorera seguía descendiendo descaradamente le expuso el asunto, ella repondió: «Ay padre, lo que pasa es que todos los días le añado un chorrito a su sopa»».

Capítulo 2 (Mi pueblo natal), pág. 59.

La obra escrita viene acompañada por fotografías de Fergus Bourke que complementan de manera igualmente bella los relatos de la escritora. Este fotógrafo, fallecido en 2004, era un observador nato, un fotógrafo con ojos de niño.

un niño encerrado en sus libros

Descubrí al escritor francés una Semana Santa con su libro Resucitar. Desde entonces la escritura íntima y delicada de Christian Bobin me ha acompañado una o dos veces en cada año. En ese 2020 que tantas ganas teníamos que terminase, sin haber entendido, me temo, casi nada de lo que ha ocurrido, leí Prisionero en la cuna, editado por Encuentro. Es el segundo libro del escritor publicado por esta editorial, cuyo catálogo incluye desde libros religiosos y espirituales, hasta narrativa y libros infantiles.

En esa obsesión que tenemos por clasificar todo en este mundo (porque eso nos ofrece más posibilidades de encasillar entre «los míos» o «los otros»), existe un contratiempo para quien pretenda hacerlo con el autor borgoñés. Su escritura, que es una mezcla de pequeñas historias, opiniones, ensayos y aforismos, tiene la belleza de la poesía. Su obra está realizada con frases tan bellas que dudas si es poesía en prosa o es prosa con traje de poesía. En realidad todo esto, al común de lectores y lectoras, nos debería dar un poco igual, porque la realidad es que los libros de Bobin se leen con auténtico deleite, con ese ritmo pausado que obliga la literatura escrita de manera hermosa. También es verdad, o por lo menos a mí me ocurre, que no es un plato para comer todos los días, ya que puede llegar a repetir. Lo bueno en pequeñas dosis es el dicho.

En esta nueva obra de su prolífica producción literaria, el poeta vuelve a insistir en un tema recurrente en casi todos los libros: su visión de la vida desde su casa en Le Creusot, en este caso, haciendo un recorrido de su memoria infantil, desde esa mirada tras la ventana de su casa, al otro lado del pequeño jardín. Por la obra discurre su mirada por las flores, la nieve, la llegada de nuevos libros, los cortos paseos, nunca más allá de la fábrica, mirada delicada, centrada en pequeñas bellezas escondidas para el resto de las personas, miradas que en esa niñez a veces se convierten en auténticas visiones.

Un libro para leer con tenue luz, bajo una manta, si hace calor con los pies descalzos y siempre dejando la ventana con las cortinas descorridas, aprovechando los espacios existentes entre los breves capítulos para abrirte a la experiencia de probar en la búsqueda de aquellas pequeñas visiones que tú también tuviste en tu niñez y que nadie más observaba.

La edición de Encuentro tiene unas bellas ilustraciones de Andrea Reyes.

Ilustración de Andrea Reyes para Prisionero en la cuna.

morir contemplando la belleza

La escena de hoy puedo decir que es una de mis preferidas, y es que en esta ocasión la música que la acompaña recoge a la perfección no solo lo que ocurre en esa escena, que es además la escena final de la película, si no que encierra en sus notas el significado de toda la obra llevada al cine por el maestro Luchino Visconti. Estamos hablando, cómo no, de Muerte en Venecia, cinta de 1971, basada en la obra homónima de Thomas Mann.

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La novela, que en su momento leí sin llegar a entender parte de su simbolismo debido a mi propia juventud, cuenta la historia de un escritor (compositor en la película) que se traslada a Venecia a descansar de su ajetreada vida en la ciudad. En el hotel en el que se encuentra coincide con una familia polaca, uno de cuyos miembros es el joven Tadzio, andrógino de belleza sobrecogedora y que representa la belleza misma, la juventud, la despreocupación o el despertar. El compositor se queda prendado por el joven, en una representación del ideal estético que, conforme va transcurriendo la película, se convierte en obsesión. La relación entre Tadzio y von Aschenbach es cada día más tormentosa, para el compositor, se entiende ya que el joven casi no percibe la presencia del alemán no hablando en toda la película. Si Tadzio es la juventud y la belleza, el compositor representa la decadencia y la juventud perdida.

La escena es el final de la película y en ella se ve Dirk Bogarde, que encarna al compositor, sentado en una tumbona en la playa del Lido, observando a Tadzio, caracterizado por Björn Andrésen. Von Aschenbach ha salido a la playa maquillado, para esconder su decadencia y observando al polaco muere  sentado. Tadzio ni se da cuenta y sigue jugando en el agua y hablando con algún compañero. Los trabajadores del hotel se llevan el cuerpo del compositor. Durante toda esta escena suena de fondo el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler.

Gustav Mahler terminó su 5ª Sinfonía en 1902, aunque volvió una y otra vez a ella hasta su muerte en 1911. En tono de do sostenido menor, la sinfonía, de cinco movimientos, dicen que es la que mejor representa las obsesiones de Mahler, como la muerte, el amor, la naturaleza o la música popular. Empieza con sonidos de muerte para ir pasando a la tranquilidad y desembocar en la vida, en el gigantesco quinto movimiento. La música que suena en la película, en toda ella, es el cuarto movimiento, el Adagietto que Mahler dedicó a su esposa, Alma. Este movimiento es la expresión del amor y seguramente una de sus músicas más conocidas, en gran parte por culpa de Visconti. Dentro de la obra musical de Mahler el Adagietto es una rareza debido a su sencillez, con una inusitada orquestación para cuerda y dos arpas y que se puede catalogar como una de las músicas más intimas compuestas en toda la historia. Como curiosidad señalar que esta música acompañó el funeral de Robert F. Kennedy bajo la batuta de un director netamente mahleriano, Leonard Bernstein. Por cierto, aquí lo tenéis dirigiendo a la Filarmónica de Viena en el famoso movimiento:

Entre las grabaciones os recomiendo dos. Una dirigida en 1993 por Claudio Abbado, para Deutsche Grammophon, que lleva a la Filarmónica de Berlín a interpretar con una fuerza indescriptible la sinfonía. La otra, cómo no, está dirigida por Leonard Bernstein en 1987 al frente de la Filarmónica de Nueva York, también para el sello alemán. Para muchos, me incluyo, la mejor grabación de esta sinfonía en disco. Recomendabilísima.

 

un viaje zen o lo maravilloso que puede ser la mecánica de motos

A finales del año pasado me metí con un libro que me llamó su atención con el título y los temas que trataba. Según la solapa del propio libro, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, es una obra que trata sobre la filosofía, el pensamiento, es una especie de autobiografía del autor y además está presentada como el diario de un viaje. La verdad es que, con eso, me quedé un poco con la mosca detrás de la oreja, así que decidí hacerme con él.

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Es una buena novela que relata el viaje interior de un hombre mientras recorre, con su hijo, en motocicleta, diferentes estados norteamericanos. En ese viaje interior, sin duda es el viaje interior y no el físico el hilo de la novela, el hombre-padre, descubre, poco a poco, su verdadero ser que hacía tiempo había olvidado. Todo esto mientras se dedica a ser padre, nos describe los diferentes lugares de la América profunda por donde pasan y se dedica a pensar. Pensamientos filosóficos que toman prestados elementos del budismo, de Sócrates o de Kant y que son capaces de hacerte ver, a un auténtico ignorante en motos como yo, por ejemplo, lo bello que puede ser el funcionamiento mecánico de una motocicleta.

Reconozco que hubo pasajes del libro que se me atragantaron por momentos. No es este un libro, tampoco, para leer en la cama antes de dormir. ¡Pero qué se le va a hacer si yo leo sobre todo a esa hora! Quizás tardé en meterme de lleno en la trama y los diferentes giros en la historia, aparentemente sencilla, llegaron a confundirme en más de una ocasión. De todos modos, es uno de esos libros que de repente descubres que lo estás leyendo ensimismadamente, capturado por su belleza y justo al llegar al final es cuando comprendes en toda su amplitud. Es también uno de esos libros que hay que leer con un lápiz a mano para subrayar los múltiples pensamientos que aparecen en él. Lástima que yo no sea de los de leer con lápiz. No entiendo cómo no se ha hecho una película basada en esta novela.

ZenTravel

Robert M. Pirsig, autor del libro, nació en 1928, y aparte de la notoriedad que obtuvo por este libro, por cierto 128 veces rechazado por otras tantas editoriales y del que hasta la fecha se han vendido más de cinco millones de ejemplares, su vida fue la de un hombre con un coeficiente intelectual altísimo, tartamudo, expulsado de la universidad por sus pobres resultados y que estudió también filosofía oriental. Fue tratado con electroshock en la década de los 60 por sus problemas sicológicos y actualmente vive retirado en su casa.


Indicado para esos padres desesperados que tienen hijos en edad adolescente y no han tenido últimamente tiempo para hablar y estar con él. Lo disfrutarán también todos aquellos que, aún sin ser padres, tienen una moto y cuidan de ella como si fuese el hijo que no tienen. Y muy bueno también para quienes quieren un chute de filosofía pero no les apetece meterse de golpe los diálogos de Platón. ¡Buen viaje!


Estamos tan de prisa siempre que nunca tenemos oportunidad de hablar. El resultado es la superficialidad, una monotonía que deja a la persona preguntando años después por lo que pasó, cuando todo se ha ido.