maravilla de las maravillas

La brisa de la mañana seguía refrescando el ambiente, y había una luz etérea y cálida como era en el norte cuando salía el sol sobre la nieve recién caída. Todo estaba impregnado por el balsámico aroma de los abetos y el olor sutil de las algas que venía de la bahía ahora que con la marea baja quedaban expuestas y parduzcas a la vista.

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En este momento en el que, quien más, quien menos, está volviendo a la cotidianidad del nuevo curso, La tierra de los abetos puntiagudos es «una pequeña y hermosa obra maestra», tal y como la definió Henry James, escrita por Sarah Orne Jewett, una de las escritoras más respetadas de la literatura naturalista estadounidense, y apenas conocida por estos lares, que merece, y mucho, la pena. Una novela extraordinaria que no tiene apenas argumento, pero que está escrita de forma tan magistral que te quedas maravillado. Una novela que te aportará la serenidad necesaria para organizar los meses que quedan hasta el verano de 2018.

Un día, no sé cómo, caí en un blog que reseñaba la obra, me gustó lo que decía de ella, me encantó la portada diseñada por la editorial Dos Bigotes y casualmente esa misma tarde la vi en la estantería de una de mis librerías de referencia en Iruñea, Walden. Dani, el librero, me dijo que no me lo pensara dos veces y así lo hice. Llegué a casa y después de cenar, me senté tranquilamente en el sofá de la habitación que, quizás pretenciosamente, llamamos la biblioteca y tras enfrascarme en su lectura tuve que hacer grandes esfuerzos para no acabar hasta las tantas leyendo y sin dormir. Es de esos libros que acaricias después de leerlos.

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La historia que cuenta es la de una escritora que llega a un pueblo costero de Maine para buscar refugio y poder dedicarse a la escritura. Es verano y se aloja en la casa de la señora Todd, una botánica que vende remedios a sus vecinas y vecinos y que introduce a la protagonista en la vida social del pueblo y de las islas de alrededor. La capacidad de Orne Jewett para introducirnos en un mundo ya desaparecido, con una sensibilidad y nostalgia apabullantes, es extraordinaria. Una capacidad delicada para retratar personajes, principalmente femeninos, paisajes y ambientes tranquilos y serenos y el discurrir de una vida cotidiana en un pequeño pueblo costero en el siglo XIX. Una delicadeza que recomiendo no perderse y que a buen seguro releeré más de una vez.

Una obra para quienes quieran sentir la serenidad del aroma a abeto y costa, para quienes echen de menos las hoy casi inexistentes relaciones entre vecinos, para quienes todavía no hayan descubierto que la soledad de muchas mujeres no es yugo si no independencia, para quienes crean en el poder de los sentimientos, para quienes gusten de escuchar a quien viene a hablarles y para quienes disfruten recolectando hierbas por los caminos. Incluso para quienes tengan plantas aromáticas en los tiestos de su balcón. Una obra, en definitiva, para quien es capaz de descubrir que el pasado, a veces, tiene mucho que enseñarnos.

un James inacabado

Apenas una semana antes había comenzado el libro con el que me las prometía felices. Las anteriores novelas del norteamericano que quiso ser inglés habían supuesto una fuente de placer literario y en el caso de una de ellas una buena dosis de tensión. Por eso, cuando hace un año compré el libro en Walden, pensé que sería una experiencia igual de satisfactoria. Una novela de Henry James y además de poco más de cien páginas… La mejor elección para esos días de fiesta y a la espera de meterme en algo más extenso. Craso error.

Henry James, circa 1906, the year he completed his revised version of The Portrait of a Lady

El comienzo de la madurez no es el mejor ejemplo de literatura jamesiana. Es un libro esbozado en 1914, dos años antes de morir su autor y que se publicó al año de su muerte, de manera póstuma. Y digo esbozado, porque la obra consiste en diferentes capítulos, hasta siete, que son más unos apuntes que unas páginas terminadas, ya que no fueron ni revisadas, y eso, en el perfeccionismo de James, es mucho decir. Las kilométricas frases, que en Otra vuelta de tuerca me parecieron un profuso chorro de matices, en este librito se me hacían interminables. Las idas y venidas del autor en la exquisita Pandora, en este caso me obligaban a releer una y otra vez la misma frase. Es lo que tiene leer un libro de estos durante la noche, cuando los párpados se te van cerrando poco a poco, sin querer.

El libro rememora las vivencias de Henry James cuando viajó a Londres a finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo XIX. Unas vivencias que. en principio, se presentan como recuerdos biográficos, pero que tienen, inevitablemente, el vacío de la memoria tras cincuenta años de aquello. Esto no debería haber sido ningún problema, pero el caso es que James abandonó estos apuntes sin retomarlos para su corrección y llegándole la muerte sin haberlos terminado. Se trata pues, de una obra inacabada, a falta de corregir y sin un hilo conductor fuerte entre algunos capítulos y otros.

Ya lo he dicho al principio. No es la mejor obra de James, pero no por eso voy a dejar de leer al maestro del puntillismo. La próxima vez lo volveré a intentar con, seguramente, Las bostonianas.


Un libro para los incondicionales, muy incondicionales, de Henry James y para aquellos que sufren de insomnio, pues creo que resultará un buen remedio para que el sueño los recoja rápidamente entre sus brazos.


¿Y vosotras y vosotros qué libro de James me recomendáis?