vivir la montaña en su plenitud

De txiki y en la primera juventud, fui un asiduo visitante de la montaña, con mi tío Iosu que nos enseñó el amor por ella, junto al tío Bittor, hermano de mi abuela, que subía con unas botas de la Mañueta, la txapela y la bota de vino como bebida isotónica. Ellos dos nos enseñaron que la montaña, el monte decíamos, se vive en todo momento, desde la preparación de los bocatas para el almuerzo el día anterior, el despertador temprano, el ascenso con sus paradas para beber agua, aunque no mucha porque siempre había que pensar en la vuelta, el almuerzo, antes o después de hacer cima, según la altitud del monte, la cima con su mensaje en el buzón y descubrir en el horizonte otras cimas más o menos cercanas, según la claridad del día, el descenso, poco a poco, sintiendo la tensión en las piernas y la llegada al punto de partida.

Iosu, Dani, Ferminiko eta Bittor

En aquellas subidas, primero a los montes de la comarca y alrededores, aquellos Txurregi, Itzaga, Beriain, el Erga, el Cabezón de Etxauri y otros, y luego el Piri, con Txamantxoia, Lakartxela, Lakora, Bisaurin, Annie y demás, aprendí a seguir las marcas del camino, a volver atrás cuando nos confundíamos. Nos tumbamos en la loma de un monte para que los buitres se acercaran algo más, corrimos con un rebaño de cabras detrás que pensaban que teníamos sal para ellas, acariciamos yeguas embarazadas y nos reíamos cuando pisábamos una mierda fresca de vaca. A pesar de que después dejé de ir tan asiduamente al monte, los recuerdos de aquellos días, la sencillez de aquellos momentos y el olor a vida se han quedado para siempre en mi ser. Soy, también, además de muchas otras cosas, aquello. Por eso hoy es el día en que cada vez que voy al monte me acuerdo de Iosu y Bittor y de su amor por la montaña, un amor que no consistía en llegar el primero, ni siquiera en llegar, porque cuando había que volverse porque no se daban las condiciones, nos volvíamos. Ese amor consistía, consiste, porque algo se nos ha quedado, en visitar la montaña respetándola y sintiendo lo que es y no lo que queremos que sea.

Dani, Iosu, Fermin eta Frantzis

La montaña viva, de Nan Shepherd, es un libro que de manera magistral recoge aquello que, de una forma mucho más escueta y simple, nos enseñaron nuestros tíos cuando éramos unos gaztetxos. La señora Shepherd era una escocesa, profesora de literatura y montañera incansable. En la obra que comento, editada, por cierto, con exquisito gusto, por Errata Naturae en su colección Libros salvajes, la autora relata de una manera bellísima, con una prosa lírica y fina, sus sensaciones y sentimientos con la montaña, en concreto con la cordillera de los Cairngorms, al norte de Escocia. En su escrito repasa los ingredientes de la montaña, desde el comienzo, con una descripción del conjunto y va pasando por los elementos de la misma, el agua, el hielo y la nieve, el aire y la luz. En la siguiente parte se centra en los seres vivos que habitamos o visitamos la montaña, las plantas, las aves, animales e insectos y el propio ser humano, muchas veces tan dañino para el monte. Finalmente termina con el sueño en el monte, los sentidos, amplificados si se vive plenamente la naturaleza y el ser, que es en realidad el todo, la montaña y uno o una misma, en un conjunto inseparable.

The Cairngorms

Lo bonito de esta lectura es disfrutar con las descripciones de mil detalles que ofrece Shepherd, los mil y un matices en el color del monte, las interminables variaciones de la nieves y el hielo según se haya formado, con los centenares tipos de blanco, como las tonalidades cambiantes de todo, según la luz, o no luz, que exista en el momento, la capacidad de supervivencia de unas, aparentemente, delicadas flores y plantas, los animales, parte de su propio orden que constantemente invadimos, el ser humano y la montaña, a veces respetuoso, casi siempre invasor, algunas veces temerario. Una delicia que te llena de principio a fin.

Del tío Iosu me queda el recuerdo de su propio amor por el monte, de su respeto por el mismo y sobre todo de su capacidad de gozar simplemente estando y siendo con la montaña. Mi recuerdo y mi amor por él siguen intactos después de tantos años. Porque por él fuimos y por él, en gran medida, somos un todo con el monte, a pesar de los años transcurridos. Una montaña viva.