imprescindible voz

Cada vez que he leído una obra de la pensadora y activista estadounidense, Rebecca Solnit, he concluido la lectura más persona, más consciente del mundo en que vivimos y más convencido de la necesidad de cambiar el orden de prioridades. Más persona porque la voz de Solnit es una voz que complementa la mía propia, que me sitúa en disposición de escucharla, su voz y tantas otras, y me descubre el camino para encontrar mi propia voz, muchas veces maquillada y muchas veces anulada por la gran voz de la masa oficial. Más consciente porque me pone frente a la realidad de un mundo anclado en la desigualdad, ya sea entre mujeres y hombres, o entre razas y economías, en definitiva, una desigualdad originada, sostenida y alimentada desde el poder que tienen los hombres, heterosexuales y blancos que han diseñado un mundo, una sociedad, un sistema y una cultura para su exclusivo beneficio mercantilista. Y más convencido de la necesidad de cambiar el mundo, empezando por mi persona y por lo que me rodea, porque si de algo es portadora la voz de Rebecca Solnit es de esperanza, del valor de la comunidad y de la posibilidad, siempre presente, de empezar hoy mismo a cambiar las cosas, por pequeñas que estas sean.

Recuerdos de mi inexistencia, editado por Lumen, es un libro de memorias con una narración poderosa, que parte, como no puede ser de otra manera en un libro de memorias, de los recuerdos y vivencias de la autora, pero de manera paralela se nutre de las memorias de los lugares, luchas y movimientos de décadas. El lugar, sin duda, es la mujer, una mujer muchas veces silenciada, o como dice Solnit, ignorada, porque para silenciar a alguien antes ha tenido que poder hablar y muchas mujeres han tenido y tienen permanentemente su voz anulada, en estado de off obligatorio. Habrá quien diga que lo que relata la autora no es nada nuevo, pero según su visión es importante nombrar los obstáculos que ha tenido en su vida para «que las jóvenes que vienen detrás de mí puedan saltarse algunos de esos obstáculos de antaño». A mí, a pesar de haber tenido contacto y haberme nutrido de los debates y experiencias de los movimientos feministas, este libro me ha mostrado ese sentimiento interno de las mujeres, algo que yo, por muy cerca que pueda estar de discursos feministas, nunca podré experimentar. Por otro lado, es un libro que me ha abierto las puertas a encontrar mi propia voz, tal y como decía al principio del artículo, ya que de la misma manera que la voz de la mujer está permanentemente anulada por ese poder ejercido por el hombre, los hombres cuyas masculinidades son diferentes en ese modelo de hombre impuesto, también hemos tenido y tenemos nuestra propia voz silenciada y muchas veces escondida. Es bueno y necesario sacar a la luz todo esto y utilizar palabras, «aunque las usamos mejor si sabemos que son contenedores que siempre se desbordan y revientan, porque siempre hay algo más allá». «Tener voz no implica solo la capacidad animal de emitir sonidos, sino también la posibilidad de participar plenamente en las conversaciones que configuran la sociedad, las relaciones con las demás personas y la vida propia».

Rebecca Solnit recuerda su llegada a San Francisco, a un barrio de negros y negras, donde las antiguas casas de blancos habían sido paulatinamente olvidadas en la degradación y que posteriormente fueron sometidas, en esa espiral del mercado, a la gentrificación, expulsando a la comunidad negra, siempre vulnerable económica y socialmente. Solnit sabía que ella estaba de paso en la pobreza, aunque le dio tiempo a entender cómo funciona y qué efectos tiene. Su preocupación era la pobreza de espíritu de la que huía, ese sentimiento de derrotismo ante las dificultades y por eso decidió vivir exprimiendo al máximo lo que tenía, sabedora de que su color de piel y orígenes eran una baza en su formación. Y así fue, en la universidad y en las diferentes prácticas que comenzó a tener en diversos lugares y trabajos. Y durante toda su vida, en su casa familiar, en su formación y en sus primeros trabajos, supo y experimentó, como todas las mujeres, qué significa ser mujer en un mundo de hombres. Y ahí es donde comenzó su camino para encontrar su voz, acompañada por otras personas que buscaban su propio camino, a veces «infinitamente más difícil cuando todos los héroes y protagonistas no solo son de otro género, sino de otra raza, de otra orientación sexual». Y en su camino de escritora, reconoce desde muy temprano que para eso es necesario crear tu propia identidad ya que «no puedes escribir una sola línea sin una cosmología». En ese recorrido y aprendizaje, caminó en paralelo y compañada por la comunidad gay de San Francisco, de Castro, ese barrio que a principios de los 80 se hizo trístemente famoso con los primero casos de una enfermedad desconocida que «atacaba a los hombres homosexuales». Y ahí, en esa comunidad, reconoció los nexos de unión entre el heteromachismo patriarcal y el heteromachismo homófobo, ya que «cuando un hombre homófobo insulta a un hombre gay, casi invariablemente lo hace comparándolo de manera desfavorable con una mujer».

Los recuerdos de Solnit están plagados de luchas, en los movimientos feministas, contra polígonos de pruebas nucleares, con la comunidad gay, a favor de su barrio y contra la gentrificación, en movimientos culturales. Y a través de todos ellos entendió «que hay que abordar las cosas peores enfrentándose directamente a ellas. Si huimos, nos persiguen, si no les hacemos caso, nos pillan desprevenidas. Enfrentándose a ellas encontramos aliados, poderes y la posibilidad de ganar».

En definitiva, un libro que cuenta una historia, que es la historia de muchas mujeres y de muchas personas. Un libro que Rebecca Solnit escribió en la creencia de que «las historias pueden cambiar el mundo, que han cambiado el relato colectivo del viejo relato global construido sobre un silenciamiento interminable». Sigamos contando historias. Escribamos un nuevo relato.

extraordinaria

Los ternerillos y los marranos la recibieron a la entrada y tu tía les hizo mucha fiesta y les tiró de las orejas, y aunque no hizo ningún comentario al respecto tú sabías que tu madre consideraba aquello el colmo del sentimentalismo.

Paseando el otro día entre las estanterías de Walden, una de mis librerías de cabecera, me topé con una novela de una escritora irlandesa editada por Errata Naturae. El simple hecho de que esta editorial la hubiese publicado, me dio la confianza necesaria para estudiar la sobrecubierta. Que la autora, Edna O’Brien, sea irlandesa añadió interés en el libro y que la novela transcurra en un ambiente rural entre las décadas de los años 30 y 40 del pasado siglo, terminó por empujarme a comprarlo. Dani, el librero, me señaló que la autora tenía varias obras publicadas por la editorial de Irene Antón y Rubén Hernández y pensé que cómo podía ser que no le hubiese hecho caso. En fin, que Un lugar pagano ha sido mi bautizo con la escritora de Tuamgraney que describe con tanta exactitud y humor eso que denominamos el alma irlandesa.

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La novela, con pasajes autobiográficos, está narrada como una conversación de la protagonista consigo misma. Con increíble profusión de detalles, pero con una escritura aparentemente ligera, la protagonista va desgranando recuerdos de su infancia en un pueblo del interior de Irlanda en los años 30, con la encantadora belleza del paisaje, con las costumbres rurales de aquel tiempo, con un desfile de personajes espectaculares, desde el médico a la profesora, pasando por las amigas de la escuela. Pero la perfecta descripción es la de su propia casa, con un padre aficionado a la bebida y violento con su mujer, con una madre sostén de la casa que no tiene tiempo para cariños con su hija. Los quehaceres diarios, el cuidado de las vacas, la hermana que vive en la ciudad y todo ello envuelto en la asfixia del poder de la jerarquía eclesial en aquella Irlanda inculta, en el que la mujer tenía un papel dentro de casa, siempre a la sombra del hombre, y fuera de casa, siempre a la sombra del cura de turno, representante del poder, en este caso terrenal. Es ingenioso cómo utiliza la voz narradora para describir sus pensamientos, de una manera absolutamente natural. El descubrimiento de la vida, el crecimiento, la pubertad y la adolescencia, son el tema de esta novela extraordinaria que va desarrollándose con un hilo conductor de religión, vida social en un pueblo, sexualidad y familia.

Ha sido un descubrimiento maravilloso la primera novela de O’Brien que me ha abierto las puertas para ir leyendo el resto de su obra. Estoy impaciente. Desde hoy, me declaro completamente o’brieniano.

Una novela para quienes han olvidado su niñez, para quienes reivindicamos el rescate de la memoria colectiva de la mujer, para quienes, a pesar de todo, aman la verde Éire, para los que no han descubierto todavía el encanto de Irlanda, para quienes son capaces de emocionarse con los mil detalles de los recuerdos de la infancia y para quienes viven en continua contradicción.

elogio de la sombra y paseo por el malecón

El cuerpo humano es sabio, mucho más de lo que a veces pensamos, y está hecho a hábitos, por eso, a pesar de no poner el despertador, tu alarma interna suena a la misma hora de siempre. Esto, unido a que la edad va avanzando y no precisa tantas horas de sueño, hace que me despierte a la misma hora que si fuese a ir al bulego. Son las seis y media, abro el ojo, lo intento cerrar y decido quedarme un rato más. A los diez minutos aceptó que es misión imposible y abro el libro. El buen señor japonés sigue con su elogio a la manera de pensar y vivir en el país nipón. Las sombras, la naturaleza, el tacto, esa cultura milenaria que ha vivido décadas tras la II Guerra Mundial obligada a ser lo que no es. Consecuencias, otras más, de aquellas dos bombas atómicas.

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A las nueve de la mañana había quedado para desayunar con las dos amigas con las que voy a Japón. Un desayuno de lujo: fresas, piña, pan tostado con queso fresco y queso de untar, bizcocho, mantequilla y mermelada casera, todo esto con un buen té. Y mientras, hemos ido dibujando muy por encima el plan de viaje, para ir avanzando en los preparativos. Del aeropuerto de Tokio directos a Kioto, Tokio lo dejaremos por el final y visitaremos también Nara, haremos algún recorrido andando, subiremos el monte Fuji, nos relajaremos en un olsen (baño termal), beberemos té, iremos a un combate de sumo… Y nos sorprenderemos, seguramente, en más ocasiones de las que pensamos.

Si ayer fuimos hacia Lapurdi, hoy tocaba Gipuzkoa, Zarautz, la villa de donde parte de mi familia proviene. Zarautz es para mí verano, pero mucho más que eso. Es otoño, invierno y primavera. Es familia, txakoli con mi abuelo, 325A, pintxos, recuerdos, paseos, botas katiuskas, primeros amores, partidas de cartas, resacas que había que disimular, olas, lectura tranquila, reencuentro, risas, botxas, playa, escapadas, Euskal Jaia, paraguas, txikiteo, amistad, salitre, azoka, euskera, pertenencia… Y más.

Hoy ha sido día de comida, y antes de ella, de vermut con trikitixas de fondo. Luego un menú del día con un buen vino blanco. Paseo por el malecón y observar a los surfistas cogiendo olas, esas olas que tienen la tranquilidad de la primavera y el frío del invierno. Mucha gente paseando por la tarde, una última mirada al Ratón de Getaria y vuelta a Iruñea, con Benito rasgando con su voz coplas antiguas y yo, mientras, aprovechando para los diez minutos de siesta que no había podido echar antes.

Ya en casa aprovecho para terminar ese libro delicioso que os comentaba al principio, estoy, ya sabéis, japonizándome. El elogio de la sombra es la contemplación silenciosa del mundo que le rodea al escritor japonés, un mundo que, poco a poco va desapareciendo. En él relata porqué en Japón ven belleza en las sombras, en la vejez, en la oscuridad o en las paredes de papel. Y es que es en la sombra donde permanece la esencia misma de la belleza. Es ahí donde vas dándote cuenta de la diferencia entre el pensamiento oriental y el occidental. Mientras aquí lo basamos todo en la luminosidad, en el brillo y en la claridad, allí su propio pensamiento y manera de ser, la propia idiosincrasia, consiste en un juego de claroscuros, de imaginar, de ver más allá de lo que se percibe y de hacerlo apreciando el paso de los años, el silencio y la serenidad. Es, desde luego, una exquisitez que, seguramente, quedará cerca de la cama, para releer en esos momentos en los que, a pesar de no haber programado alarma alguna, tu cuerpo ha hecho sonar tu propio despertador.

Qué a gusto. Qué bien.