un exquisito cuento japonés

Desde su perspectiva, la cocina era un arte de consecuencias puramente artísticas capaz, al menos para ellos, de eclipsar a la mismísima poesía, a la música, la pintura.

Digo cuento, porque no es una novela de una extensión suficiente y cuenta una historia en capítulos muy cortos. El club de los gourmets, de Junichirō Tanizaki, habla del placer a la hora de comer y de las exquisiteces a las que un grupo de sibaritas se dedican en cuerpo y alma.

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Hace muchos años, no recuerdo en qué radio, de vez en cuando escuchaba un programa que se dedicaba a contar historias en forma de cuento relacionadas con la comida. Que si el banquete de la emperatriz china, que si una receta del capitán de un barco explorador del Polo Sur, que si una soprano que cada vez que comía un plato en concreto llegaba a una nota dos octavas más al ta de lo normal, etc. Eran historias fantásticas, contadas con un gusto exquisito que en cinco minutos te transportaban a mundos donde el paladar era el centro de la historia y el origen de la misma.

Este cuento de Tanizaki, el autor de El elogio de la sombra, libro delicado donde los haya, nos lleva un Tokio en un tiempo indefinido entre finales del XIX y principios del XX, donde cinco hombres constituidos en club de gourmets se dedican a descubrir nuevos y espectaculares sabores en la gastronomía. Es tal su obsesión que su gusto se rige en centro de sus vidas buscando nuevos sabores. Y un buen día, el presidente del club, el conde G., encuentra un local privado donde chinos de la provincia de Chechiang se dedican a las sensaciones sensuales a través de insospechados manjares de la alta cocina.

Un libro escrito con mucho gusto, idóneo para leer en un viaje en tren, para que aquellos que se alimentan con latas de conserva y platos prefabricados, descubran las posibilidades de la cocina y la maravilla de descubrir nuevos sabores. Un cuento perfecto para quienes no dan el tiempo suficiente a saborear un buen plato. Sus estómagos y sus mentes agradecerán, sin duda, esta lectura.

elogio de la sombra y paseo por el malecón

El cuerpo humano es sabio, mucho más de lo que a veces pensamos, y está hecho a hábitos, por eso, a pesar de no poner el despertador, tu alarma interna suena a la misma hora de siempre. Esto, unido a que la edad va avanzando y no precisa tantas horas de sueño, hace que me despierte a la misma hora que si fuese a ir al bulego. Son las seis y media, abro el ojo, lo intento cerrar y decido quedarme un rato más. A los diez minutos aceptó que es misión imposible y abro el libro. El buen señor japonés sigue con su elogio a la manera de pensar y vivir en el país nipón. Las sombras, la naturaleza, el tacto, esa cultura milenaria que ha vivido décadas tras la II Guerra Mundial obligada a ser lo que no es. Consecuencias, otras más, de aquellas dos bombas atómicas.

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A las nueve de la mañana había quedado para desayunar con las dos amigas con las que voy a Japón. Un desayuno de lujo: fresas, piña, pan tostado con queso fresco y queso de untar, bizcocho, mantequilla y mermelada casera, todo esto con un buen té. Y mientras, hemos ido dibujando muy por encima el plan de viaje, para ir avanzando en los preparativos. Del aeropuerto de Tokio directos a Kioto, Tokio lo dejaremos por el final y visitaremos también Nara, haremos algún recorrido andando, subiremos el monte Fuji, nos relajaremos en un olsen (baño termal), beberemos té, iremos a un combate de sumo… Y nos sorprenderemos, seguramente, en más ocasiones de las que pensamos.

Si ayer fuimos hacia Lapurdi, hoy tocaba Gipuzkoa, Zarautz, la villa de donde parte de mi familia proviene. Zarautz es para mí verano, pero mucho más que eso. Es otoño, invierno y primavera. Es familia, txakoli con mi abuelo, 325A, pintxos, recuerdos, paseos, botas katiuskas, primeros amores, partidas de cartas, resacas que había que disimular, olas, lectura tranquila, reencuentro, risas, botxas, playa, escapadas, Euskal Jaia, paraguas, txikiteo, amistad, salitre, azoka, euskera, pertenencia… Y más.

Hoy ha sido día de comida, y antes de ella, de vermut con trikitixas de fondo. Luego un menú del día con un buen vino blanco. Paseo por el malecón y observar a los surfistas cogiendo olas, esas olas que tienen la tranquilidad de la primavera y el frío del invierno. Mucha gente paseando por la tarde, una última mirada al Ratón de Getaria y vuelta a Iruñea, con Benito rasgando con su voz coplas antiguas y yo, mientras, aprovechando para los diez minutos de siesta que no había podido echar antes.

Ya en casa aprovecho para terminar ese libro delicioso que os comentaba al principio, estoy, ya sabéis, japonizándome. El elogio de la sombra es la contemplación silenciosa del mundo que le rodea al escritor japonés, un mundo que, poco a poco va desapareciendo. En él relata porqué en Japón ven belleza en las sombras, en la vejez, en la oscuridad o en las paredes de papel. Y es que es en la sombra donde permanece la esencia misma de la belleza. Es ahí donde vas dándote cuenta de la diferencia entre el pensamiento oriental y el occidental. Mientras aquí lo basamos todo en la luminosidad, en el brillo y en la claridad, allí su propio pensamiento y manera de ser, la propia idiosincrasia, consiste en un juego de claroscuros, de imaginar, de ver más allá de lo que se percibe y de hacerlo apreciando el paso de los años, el silencio y la serenidad. Es, desde luego, una exquisitez que, seguramente, quedará cerca de la cama, para releer en esos momentos en los que, a pesar de no haber programado alarma alguna, tu cuerpo ha hecho sonar tu propio despertador.

Qué a gusto. Qué bien.

la serenidad que da la limpieza

Acabo de terminar un librito bastante curioso, escrito por el japonés Keisure Matsumoto, monje del templo Kõmyõji de Tokio, que lleva por título «Manual de limpieza de un monje budista. Barrer el polvo y las nubes del alma». El libro está editado por Duomo Ediciones y es una verdadera delicia, aparte de una fuente de tradiciones y curiosidades del modo de vivir tradicional japonés y budista.

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El libro en cuestión no hace si no ahondar en algo tan sencillo como que la limpieza y el orden, máximas de la práctica zen, no solamente son beneficiosas para quien está en los aposentos debidamente limpios, sino, lo que es más importante, para la propia alma y espíritu. La limpieza nos serena, nos da paz, nos purifica y nos ofrece una oportunidad para meditar. Lo que este monje nos invita a hacer con este libro es a vivir el presente a través de la limpieza regular del hogar, convirtiendo estos quehaceres en un auténtico ejercicio espiritual.

El libro comienza con unas reglas básicas de limpieza basadas en el día a día de un templo budista y continúa con los preparativos y objetos necesarios (este capítulo es totalmente una curiosidad sobre instrumentos que, mucho me temo, por aquí sería imposible conseguir… más teniendo en cuenta que en nuestras casas no hay paredes con paneles de papel ni nada parecido…). Prosigue con las diferentes estancias que hay que limpiar y consejos varios para ordenar y limpiar el baño, la cocina, los efectos personales, las habitaciones y los espacios exteriores. Los dos últimos capítulos se refieren a la higiene personal y limpieza del alma y un capítulo final sobre «cuando termina la limpieza».

Un libro «de verano» que ya termina, para disfrutar con los consejos y para tomar con más alegría y satisfacción la limpieza, como parte de nuestra purificación interna.

«Nosotros no limpiamos porque esté sucio o desordenado sino para librar al espíritu de cualquier sombra que lo nuble».