una Macedonia exuberante y desconocida

Siempre me han gustado los libros de viajes, esos libros que van recorriendo el lugar visitado y como decía Kazantzakis, autor de Zorba, el griego, esos «buenos viajeros que crean el país por el que viajan». En estos momentos de cierres perimetrales, de distancias, confinamientos y aislamientos, estos libros se me antojan necesarios para seguir viajando, para visitar lugares guiados de la mano del viajero, en este caso, viajera.

María Belmonte Barrenetxea, bilbaína y doctora en Antropología Social, ha escrito su tercer libro, el segundo dedicado a Grecia. En este caso a esa Grecia más desconocida en los tours turísticos, sin el azul del Egeo, pero con una historia y una carga cultural a la par de ese sur de archipiélagos y la península griega. Hablamos, habla el libro, de Macedonia, En tierra de Dioniso, editado por Acantilado, como los otros dos libros de Belmonte. Macedonia la griega, la de Alejandro Magno, la del monte Athos con sus monasterios, la del monte Olimpo. Luego está la Nueva Macedonia, la que salió del resultado de los acuerdos tras las guerras bálticas y la partición de la antigua Yugoslavia.

Lo bonito del libro es la amenidad de María Belmonte contando el viaje, con experiencias personales típicas de un viaje, con esos trayectos largos, con las tormentas repentinas, el placer de una merienda sencilla, una siesta, un encontrarte de repente con el mar… Todo eso salpicando un conocimiento histórico del lugar y contado de una manera preciosa, amena, pedagógica. Macedonia, la tierra homérica, la belleza de las ruinas, los ritos dionisíacos, el misterio de un monte santo prohibido a las mujeres, Tesalónica y la niebla, siempre presente por allí. Hay un personaje que introduce todo el viaje, Alejandro Magno, natural de Pela, sede de la monarquía macedónica, pero antes que él, su padre Filipo, con él Aristóteles. Alejandro, educado en las leyendas homéricas, el conquistador de medio mundo, cuya única derrota en su vida, a decir de algunos contemporáneos, fue entre los muslos de Hefestión, su amante. ¿Y después? Después llegó la Macedonia en tinieblas, y después la conquistada, la otomana, la griega.

Monasterio de Koutloumoúsi, por Edward Lear

El libro está plagado de conocimiento, de cultura, bien contada, que entrelazan una y otra historia. Por ejemplo, cuando Belmonte habla de Dion, antigua ciudad sagrada de los reyes de Macedonia, un antiguo santuario dedicado a Zeus, de donde le viene el nombre y ahí nos sigue explicando que nuestra palabra más misteriosa, Dios, viene del latín deus, es idéntica en pronunciación a la forma genitiva de Zeus y ambas derivan del indoeuropeo deiwos, de la raíz dew, que significa brillar, ser blanco. Luego nos lleva al monte Athos, ese monte también santo, con la silueta recortada de edificios monásticos, con esas fortalezas encaramadas en las rocas, con esa anacrónica prohibición a las mujeres para siquiera poder poner un pie en su costa. Y luego a Tesalónica, a las ciudades invisibles, a las ciudades bizantinas.

Un libro para viajar, con una guía excepcional, que se lee en un periquete y que te deja, cómo no, con ganas de visitar in situ todos aquellos legendarios lugares.

sigo estando

El 6 de julio de este año, día de emociones y comienzos, día de recuerdos y esperanzas, fue la última vez que publiqué una entrada en este blog dslegi.com. Ha sido una pausa necesaria y todavía no tengo muy claro si esta entrada es un grito para reanudar el diálogo o voy a seguir un tiempo exclusivamente escuchando, observando y muchas veces contemplando.

Llegué a los Sanfermines absolutamente agotado, física y psíquicamente. Diría que, incluso, anímicamente. No fue, ni lo ha sido nunca, un estado depresivo. Ni mucho menos. Pero necesitaba detenerme y pensar, pararme y descansar. Algunas de vosotras y vosotros sabéis que a finales de julio pasé una semana en el monasterio de Leire, junto a la comunidad benedictina que vive allí. Esos siete días conviviendo con esos 21 hombres dedicados a rezar, fueron un bálsamo para mí. Allí me sorprendí con unos amaneceres y atardeceres limpios y puros como no recordaba. Descubrí el sonido del ciclo de la vida, el silencio justo antes del amanecer, las golondrinas volando y chillando en el comienzo del día, los miles de pájaros que empiezan el día llamándose y buscando comida, las cigarras que, con el sol ya en el firmamento, unen sus cantos para ser parte indiscutible de esa banda sonora, el viento al atardecer entre los árboles y recorriendo la sierra, el ulular de las lechuzas cuando cae la noche. Y todo ello acompasado al sonido propio del monasterio. Las campanas llamando a los oficios, el gregoriano milenario desde las gargantas jóvenes y viejas de esos monjes, solo el sonido de las piedras mientras paseas por los alrededores del monasterio antes de que lleguen los turistas, las hojas del libro cuando las rozas con el dedo mientras lees, unos pasos en el claustro, el órgano en la iglesia, el cazo de sopa cuando te sirven en la comida silenciosa. Salí agradecido y descansado, relajado y sereno.

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Me he dedicado a pensar en la utilización que he dado a las redes sociales, al Facebook desde junio de 2008 y a Twitter desde noviembre de 2009. No estoy orgulloso de muchas de las cosas que he hecho a través de estas redes. De la misma manera que este blog nació como medio para un diálogo permanente, las redes sociales siempre han sido para mí un instrumento para hablar y sobre todo escuchar. Y reconozco que he tenido muy buenas conversaciones en ellas. Pero muchas veces no lo he conseguido. El ímpetu para defender las opiniones propias no puede ser excusa, en ningún caso, para atacar a nadie y ahí quiero entonar un público mea culpa. No soy de insultar, pero reconozco que hay quien se ha podido sentir insultado. No empleo la agresividad, pero no tengo duda que hay quien ha podido sentirse agredido. He utilizado la ironía y la burla muchas más veces de las que me hubiese gustado. Si mi intención era escuchar, en muchas ocasiones, demasiadas, solo ha servido para escucharme a mí mismo. Por lo tanto, si alguien se ha sentido ofendido por algo que haya dicho o escrito, espero no lo tenga en cuenta. Hay quien puede pensar que el problema es original en el propio objetivo de estas redes sociales, y razón no le falta, pero no estoy a gusto habiendo sido contribuyente en ello. Claro que estas redes sociales en concreto (igual algún día alguien inventa unas redes sociales buenas) tienen objetivos absolutamente opuestos a fomentar las relaciones sociales. No me voy a extender mucho en este aspecto, pero estoy convencido que estas redes fomentan un tipo de personas rencorosas, tristes, sin empatía, aisladas y sin capacidad de contraste. Hay que ser muy fuerte para que este tipo de redes sociales no saque lo peor de nosotras y nosotros y sobre todo, aunque sea duro decirlo, no coarte nuestra libertad. Quien quiera extenderse más en el tema hay un buen libro para hacerlo, Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, de Jaron Lanier.

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Luego, en octubre me fui a Japón dos semanas. Fue un viaje en el que descubrí otro mundo, más atento a las cosas pequeñas de la vida, un lugar donde se le da valor al silencio, en donde el concepto de comunidad me emocionó, en donde el respeto me abrumó, un espacio donde el orden es parte de esa forma de vida y de la serenidad que desprende. Pero también asistí a la enfermedad de una sociedad con unos niveles de soledad impresionantes, con una ciudad que se traviste cada noche infantilizando las relaciones entre las personas y a las propias personas, un lugar donde la gente no se ríe en la calle, como mucho sonríe y en donde el orden es también quien esclaviza a la gente, en la calle, en el metro y en el trabajo. ¿Son felices los japoneses? Creo que inmensamente sí, si la felicidad se basa en ser capaz de gozar del sonido de una gota de agua cayendo desde el caño de bambú de una fuente en mitad de un jardín. Pero también creo que, aunque esa fuente la tienen ahí todos los días y disfrutan de ella, también sufren la infelicidad de una sociedad encorsetada en unas normas y unos niveles de autoexigencia terroríficos. Yo sigo enamorado de Japón, de su cultura, literatura, paisaje y costumbres. Prefiero quedarme con lo bueno.

Este sábado, antes del vermut, leí un cuento corto bellísimo de Stefan Zweig (toda su literatura desborda belleza) sobre un hombre bueno que buscaba incesantemente la justicia en sus acciones. Después de leer Los ojos del hermano eterno llegas a la conclusión de que viviendo en una sociedad, sea esta del tipo que sea, siempre, irremediablemente, cualquiera de tus acciones o no acciones, influyen en otra u otras personas. Lo deseable sería que estas influencias y consecuencias de lo que hacemos o dejamos de hacer fuesen siempre positivas. ¿No? Hasta la próxima. Gracias por todo. Un beso.

dejando de ser un adolescente

A cambio de un padre, en mi familia había una madre. Una madre que me decía claramente «Yo no opino lo mismo» o «Me parece bien» en un tono resuelto que no admitía réplica. En realidad, esa madre no era mi madre, sino mi abuela. Por si fuera poco, mi verdadera madre era ni más ni menos que Aiko, una mujer sentimentalmente desequilibrada que sólo me parecía simpática, atributo que no puede considerarse precisamente halagüeño tratándose  de la opinión de un hijo hacia su propia madre.

Las novelas de paso de una estación a otra, los relatos de crecimiento y de viaje interior siempre me han gustado. Ese momento en que una persona deja de ser niña para hacerse adulta, ese avance de la adolescencia a la juventud, con todo el descubrimiento interior, principalmente individual y casi siempre formando parte de una colectividad. Dicen que «ningún hombre (imagino que también mujer) es una isla», pero la soledad de los pensamientos y descubrimientos en algunas fases de la vida hacen creer que esas vivencias son exclusivas y que otras personas no las han vivido y las viven (y posteriormente eres consciente que otras personas las vivirán de manera muy parecida).

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Una de esas novelas es Algo que brilla como el mar, de Hiromi Kawakami, la aclamada y premiada autora de la historia de amor contada en El cielo es azul y la tierra blanca. En esta ocasión Kawakami nos presenta a Midori, un adolescente que vive con su madre soltera y su abuela, cuyo padre biológico es un conocido de la familia, con un amigo que quiere vestirse de mujer «para sentir un dolor que no logra en otro lado» y con una novia que actúa de contrapunto a un protagonista que no acaba de entenderla. Las luces y sombras de este adolescente que está descubriendo otra vida, la del adulto, con un camino que recorre irremediablemente y que muchas veces no comprende.

La novela en su comienzo sirve para presentarnos a los personajes, principalmente al protagonista y sus pensamientos y avanza en un viaje con su amigo a unas islas del norte de Japón. En ese viaje comprenderá, finalmente, muchas de las cosas que se ha ido preguntando en el último tiempo. La autora descubre todas sus cartas en los capítulos finales y con la sutileza que le caracteriza, reivindica la soledad en todas sus formas y matices como parte indivisible de la persona, una parte que actualmente la sociedad intenta esconder y diluir.

Una novela para quienes alguna vez piensan que están solos y también para quienes en diferentes momentos elegimos estar solos. De nuevo, con Kawakami, una sutil belleza.

callejeando por Londres con Virginia Woolf

Falta todavía mes y medio para que parta a conocer in situ la capital inglesa, una de esas ciudades que existen en el mundo que, aunque no hayas estado jamás físicamente, se podría decir que conoces muchas de sus calles, historias y personajes. No existen muchas de estas ciudades, New York, Roma y París. Y para de contar. No llegan a los dedos de una mano. Londres es, desde luego, la que completa completa el cuarteto.

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El caso es que cuando voy a algún sitio de viaje, aunque sea un fin de semana largo, me gusta leer sobre el lugar, más allá de las guías al uso. La literatura alberga muchas obras que te acercan al lugar que vas a visitar, antes de emprender el viaje, o que refuerzan lo vivido tras terminar la aventura. En cuanto a Londres, aparte de haber gozado con un libro de la editorial Taschen titulado 36 hours, Londres y otros destinos, me he ido decantando por algunas obras «londinenses». Y si hay una escritora londinense por antonomasia, es Virginia Woolf. La obra, más bien obrita, se titula Sin rumbo por las calles: una aventura londinense. Ayer, en una visita a Deborahlibros, acabé comprándolo y me fui a leerlo tranquilamente en un banco de la Media Luna, lo bastante protegido del viento que empezaba a moverse y lo suficiente expuesto al sol para disfrutar del momento.

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Virginia escribió en 1927 este breve relato que no sobrepasa las 90 páginas y que el editor José J. de Olañeta publicó en castellano en 2015, dentro de la colección Centellas. El relato, que aunque sea corto es un torrente de excelencia literaria, lo escribió «para contar cómo la ciudad toma el relevo de tu propia vida personal y la prolonga sin el menor esfuerzo». En él describe un paseo por Londres, a la hora del té, con la excusa de comprar un lápiz. El caso es que la excusa es totalmente válida para dar un paseo por el Londres de finales de los años 20 del siglo pasado, imaginar el interior de las ventanas iluminadas de Mayfair, visitar una librería de viejo en Charing Cross, atravesar el puente de Waterloo y llegar, de nuevo, a Bloomsbury.


Quien quiera una guía en la que señale la hora del cambio de guardia o cuál es el mejor puesto de comida pakistaní a orillas del Támesis, es evidente que este no es su libro. Pero para quien necesite algo más y quiera ver Londres con otros ojos, aunque sea camino del puesto de comida rápida pakistaní, este libro le va a demostrar que, callejeando por una ciudad, propia o extraña, se puede vivir una aventura que siempre se recordará. Quizás me lo lleve al viaje para releerlo tumbado en un parque londinense, después de haber comido la delicia pakistaní. Y tras volver a leerlo, una siesta con Virginia Woolf.

elogio de la sombra y paseo por el malecón

El cuerpo humano es sabio, mucho más de lo que a veces pensamos, y está hecho a hábitos, por eso, a pesar de no poner el despertador, tu alarma interna suena a la misma hora de siempre. Esto, unido a que la edad va avanzando y no precisa tantas horas de sueño, hace que me despierte a la misma hora que si fuese a ir al bulego. Son las seis y media, abro el ojo, lo intento cerrar y decido quedarme un rato más. A los diez minutos aceptó que es misión imposible y abro el libro. El buen señor japonés sigue con su elogio a la manera de pensar y vivir en el país nipón. Las sombras, la naturaleza, el tacto, esa cultura milenaria que ha vivido décadas tras la II Guerra Mundial obligada a ser lo que no es. Consecuencias, otras más, de aquellas dos bombas atómicas.

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A las nueve de la mañana había quedado para desayunar con las dos amigas con las que voy a Japón. Un desayuno de lujo: fresas, piña, pan tostado con queso fresco y queso de untar, bizcocho, mantequilla y mermelada casera, todo esto con un buen té. Y mientras, hemos ido dibujando muy por encima el plan de viaje, para ir avanzando en los preparativos. Del aeropuerto de Tokio directos a Kioto, Tokio lo dejaremos por el final y visitaremos también Nara, haremos algún recorrido andando, subiremos el monte Fuji, nos relajaremos en un olsen (baño termal), beberemos té, iremos a un combate de sumo… Y nos sorprenderemos, seguramente, en más ocasiones de las que pensamos.

Si ayer fuimos hacia Lapurdi, hoy tocaba Gipuzkoa, Zarautz, la villa de donde parte de mi familia proviene. Zarautz es para mí verano, pero mucho más que eso. Es otoño, invierno y primavera. Es familia, txakoli con mi abuelo, 325A, pintxos, recuerdos, paseos, botas katiuskas, primeros amores, partidas de cartas, resacas que había que disimular, olas, lectura tranquila, reencuentro, risas, botxas, playa, escapadas, Euskal Jaia, paraguas, txikiteo, amistad, salitre, azoka, euskera, pertenencia… Y más.

Hoy ha sido día de comida, y antes de ella, de vermut con trikitixas de fondo. Luego un menú del día con un buen vino blanco. Paseo por el malecón y observar a los surfistas cogiendo olas, esas olas que tienen la tranquilidad de la primavera y el frío del invierno. Mucha gente paseando por la tarde, una última mirada al Ratón de Getaria y vuelta a Iruñea, con Benito rasgando con su voz coplas antiguas y yo, mientras, aprovechando para los diez minutos de siesta que no había podido echar antes.

Ya en casa aprovecho para terminar ese libro delicioso que os comentaba al principio, estoy, ya sabéis, japonizándome. El elogio de la sombra es la contemplación silenciosa del mundo que le rodea al escritor japonés, un mundo que, poco a poco va desapareciendo. En él relata porqué en Japón ven belleza en las sombras, en la vejez, en la oscuridad o en las paredes de papel. Y es que es en la sombra donde permanece la esencia misma de la belleza. Es ahí donde vas dándote cuenta de la diferencia entre el pensamiento oriental y el occidental. Mientras aquí lo basamos todo en la luminosidad, en el brillo y en la claridad, allí su propio pensamiento y manera de ser, la propia idiosincrasia, consiste en un juego de claroscuros, de imaginar, de ver más allá de lo que se percibe y de hacerlo apreciando el paso de los años, el silencio y la serenidad. Es, desde luego, una exquisitez que, seguramente, quedará cerca de la cama, para releer en esos momentos en los que, a pesar de no haber programado alarma alguna, tu cuerpo ha hecho sonar tu propio despertador.

Qué a gusto. Qué bien.

un viaje zen o lo maravilloso que puede ser la mecánica de motos

A finales del año pasado me metí con un libro que me llamó su atención con el título y los temas que trataba. Según la solapa del propio libro, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, es una obra que trata sobre la filosofía, el pensamiento, es una especie de autobiografía del autor y además está presentada como el diario de un viaje. La verdad es que, con eso, me quedé un poco con la mosca detrás de la oreja, así que decidí hacerme con él.

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Es una buena novela que relata el viaje interior de un hombre mientras recorre, con su hijo, en motocicleta, diferentes estados norteamericanos. En ese viaje interior, sin duda es el viaje interior y no el físico el hilo de la novela, el hombre-padre, descubre, poco a poco, su verdadero ser que hacía tiempo había olvidado. Todo esto mientras se dedica a ser padre, nos describe los diferentes lugares de la América profunda por donde pasan y se dedica a pensar. Pensamientos filosóficos que toman prestados elementos del budismo, de Sócrates o de Kant y que son capaces de hacerte ver, a un auténtico ignorante en motos como yo, por ejemplo, lo bello que puede ser el funcionamiento mecánico de una motocicleta.

Reconozco que hubo pasajes del libro que se me atragantaron por momentos. No es este un libro, tampoco, para leer en la cama antes de dormir. ¡Pero qué se le va a hacer si yo leo sobre todo a esa hora! Quizás tardé en meterme de lleno en la trama y los diferentes giros en la historia, aparentemente sencilla, llegaron a confundirme en más de una ocasión. De todos modos, es uno de esos libros que de repente descubres que lo estás leyendo ensimismadamente, capturado por su belleza y justo al llegar al final es cuando comprendes en toda su amplitud. Es también uno de esos libros que hay que leer con un lápiz a mano para subrayar los múltiples pensamientos que aparecen en él. Lástima que yo no sea de los de leer con lápiz. No entiendo cómo no se ha hecho una película basada en esta novela.

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Robert M. Pirsig, autor del libro, nació en 1928, y aparte de la notoriedad que obtuvo por este libro, por cierto 128 veces rechazado por otras tantas editoriales y del que hasta la fecha se han vendido más de cinco millones de ejemplares, su vida fue la de un hombre con un coeficiente intelectual altísimo, tartamudo, expulsado de la universidad por sus pobres resultados y que estudió también filosofía oriental. Fue tratado con electroshock en la década de los 60 por sus problemas sicológicos y actualmente vive retirado en su casa.


Indicado para esos padres desesperados que tienen hijos en edad adolescente y no han tenido últimamente tiempo para hablar y estar con él. Lo disfrutarán también todos aquellos que, aún sin ser padres, tienen una moto y cuidan de ella como si fuese el hijo que no tienen. Y muy bueno también para quienes quieren un chute de filosofía pero no les apetece meterse de golpe los diálogos de Platón. ¡Buen viaje!


Estamos tan de prisa siempre que nunca tenemos oportunidad de hablar. El resultado es la superficialidad, una monotonía que deja a la persona preguntando años después por lo que pasó, cuando todo se ha ido.